¿Qué pensaríamos de la esclavitud si la hubieran sufrido los blancos?

La británica de origen nigeriano Bernardine Evaristo, premio Booker por ‘Niña, mujer, otras’, imagina en su novela ‘Raíces rubias’ que los esclavos hubieran sido los europeos.

En memoria de los entre diez y doce millones de personas que fueron secuestradas y llevadas desde África a Europa y a América como esclavas, y en memoria también de sus descendientes. 1444-1888

Buana y su familia han salido a las fiestas más elegan­tes de la calle, a brindar con copas rebosantes de ron con cola y a mover esos culos suyos, que menean como flanes. Yo, mientras tanto, tengo que ordenar los libros de contabilidad del despacho de Buana. Du­rante un tiempo tuve la esperanza de que la celebra­ción del Festival del Vudú sería también festivo para nosotros, los esclavos. Pero no, como de costumbre, hay que atender el negocio.

Al otro lado de la ventana veo las palmeras que flan­quean las avenidas, ornamentadas con guirnaldas do­radas y plateadas. Son altas, esbeltas, altaneras, con el porte de quien ha crecido haciendo equilibrios con la preciada leche de los cocos sobre la cabeza. De las fron­dosas y resplandecientes palmas cuelgan, titilantes, lám­paras de aceite hechas con calabazas pintadas de rojo.

Ayer se barrió del adoquinado de la calle toda la arena caída durante la tormenta. Además, mandaron a casa a todos los vendedores de comida callejera.

Las ranas y los grillos cantan como un coro em­briagado y los carruajes tirados por camellos llevan a los bien ufanos invitados a los recintos vecinos. Los hombres visten vistosos caftanes y las mujeres, grue­sas y glamurosas, compiten por la atención con sus coloridos fulares estampados, que se arreglan de ma­nera tan femenina como espléndida.

Todas las casas están recién encaladas, y en sus vi­drieras refulgen las figuras de los dioses: Ocha, Chan­gó, Yemayá. Esfinges de piedra guardan los porches e iluminan los portales antorchas que se levantan sobre elevados zócalos de mármol y parecen acariciar con sus ágiles dedos llameantes el aire nocturno y pega­joso.

El mayimbe Kanga Konata Katamba I es el Buana. Hizo fortuna importando y ex­portando a través de la infame ruta trasatlántica de los esclavos, para, a continuación, dedicarse a vivir la vida en sociedad, ejerciendo de magnate del azúcar en la distancia y hombre de bien jubilado

Desde las habitaciones de la segunda planta de las corralas llega el grave retumbo electrónico de la mú­sica juvenil, y en la planta baja resuena el suave tinti­neo de una marimba, entre las risas y el parloteo de hombres y mujeres que tienen todos los motivos del mundo para celebrar estas fiestas de la buena volun­tad, pues son libres y viven en el corazón del barrio más caro del mundo conocido: Mayfah.

El mayimbe Kanga Konata Katamba I es el Buana al que me refería antes. Hizo fortuna importando y ex­portando a través de la infame ruta trasatlántica de los esclavos, para, a continuación, dedicarse a vivir la vida en sociedad, ejerciendo de magnate del azúcar en la distancia, esposo a tiempo parcial, padre por cuen­ta propia, hombre de bien jubilado y, ni que decir tie­ne, alma vendida.

Mi mayimbe, además, lucha contra el abolicionis­mo a tiempo completo y hace públicas de buena gana —sin cobrar por ello— sus diatribas proesclavistas en La Llama, un panfleto que se distribuye por todo el orbe conocido.

No quería, pero estuve hojeando el último número. Me resultó repugnante. Se me estaba revolviendo el estómago y la garganta se me empezaba a cerrar cuan­do una mano apareció por el ventanuco del despacho y dejó sobre la mesa un papel doblado, retirándose antes de que me diera tiempo a comprobar a quién pertenecía.

Desdoblé el papel, leí aquellas palabras mágicas y sentí que la cabeza empezaba a darme vueltas.

Noté olas batiendo contra el interior de mi cráneo.

Dejé escapar un aullido tan poderoso como callado.

Y, a continuación, perdí el conocimiento.

No sé durante cuánto tiempo. Quizá unos minutos. Cuando recobré el sentido, estaba derrumbada sobre la silla, como un fardo, con la cabeza caída hacia de­lante y el papel aún en la mano.Lo leí de nuevo a través del velo húmedo de las lá­grimas.

Era real. Era cierto. Alguien me daba la oportuni­dad de escapar.

Oh, Señor.

Después de muchos años de espera, tenía al alcance de la mano lo que más deseaba en el mundo. Y, sin embargo, todo me pareció, de repente, demasiado atropellado. Me quedé ahí, sentada, inmóvil. Se me pasó por la cabeza un millar de desenlaces posibles. Devolver mi vida a su legítima propietaria —yo mis­ma— significaba también ponerla en riesgo. Si no te­nía cuidado o si me faltaba la suerte, terminaría atada al poste de azotar o, peor aún, colgada en el cadalso.

Fue entonces cuando se me activó el instinto de su­pervivencia.

Se me aclaró la mente.

Volví en mí.

Hice añicos el papel.

Me levanté y contemplé la máscara de madera que colgaba en la pared frente a mí, el retrato esculpido de Buana.

Le dediqué un regio saludo, el más indicado para el momento: el del dedo levantado.

Sabía que los esclavistas jamás dejarían escapar la gallina de los huevos de oro. Después de todo, era uno de los negocios más lucrativos de la historia de la civilización: el transporte de millo­nes de blankos desde el continente de Europa a las is­las del Japón Occidental, así llamadas porque cuando el “gran” explorador y aventurero Chinua Chikwue­meka buscaba una nueva ruta hacia Asia, confundió esas islas con el legendario archipiélago del Japón. Con ese nombre se quedaron.

La nota decía que el ferrocarril subterráneo funciona­ba de nuevo, tras haber sido suspendido el servicio debido a un descarrilamiento. Estos se producían cuando no era posible pinchar la electricidad que mo­vía los trenes a la red que daba suministro a la ciudad o cuando el tren se averiaba por el exceso de esclavos que trataban de escapar de la ciudad para emprender el largo viaje de vuelta a la Tierra Madre.

Quise pensar que el mensaje era de fiar. La Resis­tencia estaba infiltrada por agentes de incógnito cuyo objetivo era delatar a las células rebeldes.

En lo más hondo, sabía que los esclavistas jamás dejarían escapar la gallina de los huevos de oro. Después de todo, era uno de los negocios más lucrativos de la historia de la civilización: el transporte de millo­nes de blankos desde el continente de Europa a las is­las del Japón Occidental, así llamadas porque cuando el “gran” explorador y aventurero Chinua Chikwue­meka buscaba una nueva ruta hacia Asia, confundió esas islas con el legendario archipiélago del Japón. Con ese nombre se quedaron.

Así que aquí estoy, en el Reino Unido de Gran Ambossa (abreviado como RU o GA), que forma par­te de Áphrika. El territorio continental nos queda jus­to al otro lado del canal Ambossano. Lo llaman tam­bién el Continente del Sol, porque hace un calor de mil demonios.

Gran Ambossa es en realidad una isla muy peque­ña, y su población no para de crecer, así que no deja de alargar sus deditos codiciosos, que llegan a todas las esquinas del globo, para robar países y personas.

Yo, entre ellas. Yo soy una de las personas robadas.

Por eso estoy aquí.

La nota decía que tenía apenas una hora para lle­gar a la estación de tren de Paddinto, ya en desuso, y daba indicaciones sobre cómo encontrar un aguje­ro que habían practicado en el suelo, entre unos ma­torrales, y a través del cual podría acceder al túnel del ferrocarril subterráneo. Allí me estaría esperan­do un miembro de la Resistencia que me guiaría a través de aquellos fríos y oscuros túneles. Esa era la promesa, en cualquier caso. Si no se cumplía, estaba acabada. La esclavitud me había enseñado que las promesas nunca vienen acompañadas de garantía y que, si te quejas al servicio al cliente, terminan denunciándote a dirección. Y entonces sí que estás fastidiada.

En cualquier caso, yo creo firmemente en mantener la esperanza. Sigo viva, después de todo.

Los ambossanos nos dividían en tribus, pero en realidad formábamos naciones, cada una con su idio­ma y sus costumbres, tan antiguas como peculiares. Como los de las gentes de las Tierras Fronterizas, cuyos varones vestían faldas de cuadros sin nada debajo.

El ferrocarril subterráneo de la ciudad de Londolo había dejado de funcionar oficialmente hacía muchos años, cuando los túneles empezaron a derrumbarse por el peso de los edificios levantados en la superficie. Las autoridades municipales propusieron regresar a medios de transporte más lentos pero más seguros: caballos, carruajes, diligencias, carretas, camellos, ele­fantes y, para los fanáticos de la forma física, velocí­pedos. Los esclavos, sin embargo, solo disponíamos de un tipo de vehículo: el piebús.

El caso es que, en un momento dado, en la Resis­tencia alguien tuvo una idea genial: utilizar los túneles en desuso para ayudar a los esclavos a escapar de la ciudad de Londolo, cuyas calles estaban sometidas a una férrea vigilancia, y llegar hasta los muelles, desde donde emprender la larga y peligrosa travesía de vuel­ta a Europa.

Por primera vez desde que me hicieron esclava, pude imaginar, con algún viso de realidad, mi vuelta a casa. ¿Lo conseguiría? Conservaba recuerdos tan vívi­dos de mis padres, de mis tres hermanas, de nuestra casita de pedernal, de mi querido cocker spaniel, Rory. Estarían todos muertos, probablemente. Aunque so­brevivieran en su día a aquellas incursiones de los norteños de las Tierras Fronterizas, los primeros que me capturaron.

Los ambossanos nos dividían en tribus, pero en realidad formábamos naciones, cada una con su idio­ma y sus costumbres, tan antiguas como peculiares. Como los de las gentes de las Tierras Fronterizas, cuyos varones vestían faldas de cuadros sin nada debajo.

Los ambossanos llamaban a Europa el Continente Gris, pues nuestros cielos siempre estaban cubiertos.

Pero, ay, ¡cómo echaba yo de menos esas nubes plomizas!

Cómo añoraba la llovizna incesante y las ráfagas de viento golpeándome las orejas.

Cómo añoraba mis mullidos jerséis de lana para el invierno y mis sólidos zuecos de madera.

Cómo añoraba los entrepanes que me preparaba la mama, humeantes y jugosos, y su espeso caldo de ca­labaza.

Cómo añoraba el fuego crepitando en el hogar y las canciones que cantábamos en rededor.

Cómo añoraba ese lejano señorío del que me lleva­ron.

Cómo añoraba Inglaterra.

Cómo añoraba mi hogar.

Sabed que desciendo de un largo linaje de agricultores dedicados a la col, y a mucha honra.