Se denomina poder blando a la capacidad de influir en el mundo sin recurrir a la coerción política, la sanción económica o la acción militar, sirviéndose de una arma tan inofensiva, en apariencia, como la cultura. Lo ejerció Francia hasta los años treinta gracias a su potestad intelectual y luego Estados Unidos desde la posguerra a golpe de Coca-Cola y blue jeans. Lo practicó el Reino Unido en los tiempos de The Beatles (y en los del britpop) y, a otra escala, Dinamarca cuando triunfaban Borgen o la moda hygge. Desde hace un par de años, cuesta encontrar un punto del planeta que encarne mejor esa noción, tan extendida en las relaciones internacionales, que Corea del Sur. El profesor de Harvard que acuñó el concepto, Joseph Nye, ya advirtió en 2009 que el país asiático tenía “los recursos necesarios” para convertirse en un imperio del soft power.
Tras la crisis asiática de 1997, Corea entendió que no podía jugárselo todo a la carta de la tecnología y los coches. La supervivencia del país, que ha pasado de tener un PIB inferior al de Ghana en los sesenta a convertirse en la 12ª economía mundial, pasaba por la inversión en sus industrias culturales. En 2009, siguiendo el modelo del British Council o el Institut Français, creó una agencia dedicada a la promoción de la cultura coreana en el mundo. Poco más de una década después, el grupo BTS, actual número uno en EE UU gracias a su colaboración con Coldplay, ha pronunciado un discurso en la ONU como embajador del presidente coreano. Frieze, principal feria de arte en el mundo junto a Art Basel, ha escogido Seúl como próxima base de operaciones. Y Parásitos, primer filme de habla no inglesa en ganar el Óscar a la mejor película, y El juego del calamar, la serie más vista en la historia de Netflix, parecen poner fin a un dominio blanco y hollywoodiense en el campo audiovisual. Lejos de toda propaganda, las dos reflejan la brutalidad social en un país que no ha olvidado la fragilidad sobre la que reposa su nueva riqueza.
Cine: Mucho más que ‘Parásitos’
Con su habilidad para convertir la lucha de clases en material de comedia negra y su diabólico dominio del espacio fílmico, pero sobre todo con sus cuatro premios Oscar, Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, marcó la definitiva conquista del público global por parte del cine surcoreano. Una conquista que no estaba protagonizada por un completo desconocido: su anterior película, Okja (2017), ya había motivado una polémica en Cannes cuando los exhibidores franceses condenaron su presencia en la sección oficial por ser una producción de Netflix, circunstancia que también motivó unas incisivas declaraciones del presidente del jurado, Pedro Almodóvar. La precedente Snowpiercer (2013) había jugado la carta del gran espectáculo con reparto internacional y su temprana Memories of Murder (2003) había reportado a Bong Joon-ho la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián.
Al año siguiente de ese galardón, el Gran Premio del Jurado obtenido por la avasalladora Oldboy (2003), de Park Chan-wook, en Cannes llevó a Quentin Tarantino, presidente del jurado, a afirmar que ese trabajo ponía por fin en el mapa internacional a toda una cinematografía. Era cierto que el público occidental no lo había tenido fácil hasta entonces para acceder a las propuestas de una industria sólida en la producción de géneros populares —melodramas, comedias y películas de artes marciales—, que también albergaba a un imponente arsenal de autores fundamentales de registros tan diversos como los del maestro del melodrama Lee Chang-dong, el poeta de la transgresión Kim Ki-duk, el minimalista autoconfesional Hong Sang-soo, el formalista Kim Jee-won o el calígrafo de la crueldad (a veces animada) Yeon Sang-ho, entre otros. La afirmación de Tarantino era temeraria porque cierta cinefilia occidental, con sentido de la historia y mirada amplia, ya llevaba tiempo con los radares orientados a un país cuyo cine somatizó de manera elocuente los vaivenes de su historia.
Libros: El falso mito del país sin novelas
Hasta bien entrado el siglo XX, la ficción en Corea permaneció bajo la onerosa sombra de la historia y la poesía, en gran parte por la influencia china. La lectura era aprendizaje. Los diálogos, el desarrollo de personajes y la profusión de detalles propios de la narrativa no tenían cabida en los textos escritos, ya que no se obtenía ningún conocimiento de esos recursos. Para el gozo estaba el teatro popular, tanto es así que un lector de la revista Korea Review, destinada a los extranjeros, escribió a la redacción en 1902: “¡Corea es una tierra sin novelas!”.
Era una verdad a medias. El habla cotidiana encontró un refugio en las novelas escritas en hangul, alfabeto coreano promulgado en 1446 para que el pueblo raso no dependiera del chino. Historias anónimas de fantasmas, de amor o de venganza eran leídas por la clase media a escondidas, sobre todo por mujeres. Esa corriente, igual que otra más subterránea y vanguardista, fue truncada por la ocupación japonesa, que proscribió el hangul. Tras la liberación, la guerra y el armisticio, llegaron la hambruna, la dictadura, la industrialización y la democracia. En esa sacudida continua, la narrativa fue atenazada por un realismo social empecinado en hablar del desgarramiento del pueblo coreano, con algunas excepciones notables como Viaje a Muyin, de Kim Seung-ok; Río de fuego, de Oh Jung-hee, y Nueve pares de zapatos, de Yun Heung-gil.