Libro a libro, Tomás Pérez Vejo —historiador cántabro afincado en México— ha levantado una obra imprescindible para comprender los nacionalismos español y mexicano surgidos en el siglo XIX. Uno de sus intereses principales se halla en la pintura de historia, patrocinada por los Estados con objeto de fijar en imágenes sus respectivos relatos nacionales. Ya lo mostró en España imaginada (Galaxia Gutenberg, 2015) y ahora se atreve con este México, la nación doliente, publicado en una de las mejores editoriales universitarias y basado en premisas similares. Sobre todo, en un modernismo radical, que bebe de grandes estudiosos —se citen o no— como Benedict Anderson, Eric Hobsbawm y, entre nosotros, José Álvarez Junco. Es decir, de quienes afirman que las naciones son construcciones culturales, elaboradas por las élites nacionalistas. En sus propias palabras, "poco más que un ente de ficción".
El resultado es una historia híbrida, que vincula el arte con las ideas políticas para averiguar cómo leían los contemporáneos esos cuadros que alimentaban la iconografía patriótica. En el caso mexicano, lo mismo que en otras latitudes, la academia oficial promovía determinados temas en concursos cuyas piezas ganadoras se exhibían en el extranjero y solían acabar en museos públicos. La crítica especializada y múltiples reproducciones se encargaban de descifrar y difundir los tópicos plasmados sobre lienzos. Aunque aquellos discursos pintados no siempre brillaban por su coherencia ni despertaban consensos. Pérez Vejo se detiene en sus contradicciones y en los conflictos entre las dos versiones incompatibles del nacionalismo mexicano, la conservadora hispanófila y la liberal hispanófoba, que a la postre se impuso.
Para analizar estas cuestiones se recurre a la estructura tripartita que, en un país de cultura católica, correspondía a la nueva religión nacionalista. Un mitologema, diría Álvarez Junco, de paraíso, caída y redención. Entre los liberales, la edad dorada se situaba en la época prehispánica, una antigüedad clásica y armoniosa quebrada por la conquista, que protagonizaba la pugna entre españoles y aztecas, para obviar luego los tres siglos virreinales y llegar a la resurrección emancipadora. El culto a la civilización mexica, fenecida cuando el sanguinario Hernán Cortés torturó al digno tlatoani Cuauhtémoc, convivía con el desprecio racista por los indígenas. Mientras tanto, las disputas sobre los héroes de la independencia terminaron por coronar a Miguel Hidalgo, que nunca la había proclamado. Un esquema que aprendió la mayoría de los mexicanos, ya en el siglo XX, y se mantiene vivo hasta la actualidad.