El mexicano Antonio Ortuño ha obtenido el Premio Ribera del Duero con ‘La vaga ambición’, un libro de cuentos en el que la ironía del autor compensa su amargura
Perseverar y sobrevivir
El mexicano Antonio Ortuño ha obtenido el Premio Ribera del Duero con ‘La vaga ambición’, un libro de cuentos en el que la ironía del autor compensa su amargura
La innegable amargura que recorre los cuentos de La vaga ambición se compensa, gracias al talento del mexicano Antonio Ortuño (Jalisco, 1976), por la ironía y el sarcasmo con que estas páginas asumen las calamidades del oficio de escritor. El adjetivo del título no alude a la imprecisión de un propósito, sino que lo rebaja insertándolo en el tejido social. Ahí, precisamente, donde el escritor proyecta su prestigio y su miseria. En contra de la habitual semblanza, aquí no se ofrece del escritor una estatuaria radiante, sino una épica más bien desastrosa, de quien debe ganarse la vida tecleando “cada línea con la vista puesta en anticipos, reseñas, lecturas, presentaciones, coloquios, contratos, traducciones, aplausos”.
Demasiado para que la literatura no se vea afectada por el mercantilismo. Tenemos así a un personaje notorio, Arturo Murray, protagonista de todos los cuentos, excepto de ‘Provocación repugnante’, un escabroso encuentro entre Benjamin y Bulgákov en el Moscú de 1926, obra atribuible a Murray, quien repasa en los otros cuentos las experiencias primordiales de su vida de escritor, desde sus primeros tanteos juveniles hasta alcanzar una fugaz canonización literaria, sin dejar de arrastrar una economía precaria y sobrellevando la tristeza de los desastres familiares.
La creación de Arturo Murray le permite a Ortuño no sólo adherir experiencias propias en su figura, sino hacer que esas experiencias se doten siempre de significado literario, aunque se trate de triviales anécdotas de verano, trifulcas de familia o aversiones más bien insensatas que pueden durar una vida.
Pues los cuentos de La vaga ambición se diría que se ofrecen como ejercicio terapéutico para sobrellevar las múltiples, algunas muy pintorescas, humillaciones que la vida social se empeña en endosar al escritor que adquiere algún renombre: homenaje de un selecto club de destacados profesionales, petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, la declaración entusiasta de una actriz de un popular show nocturno, un listado de vanidad que abrumadoramente constata Murray al sentir que se ha convertido en “un retrato, una estatua, un diploma”. Que se siente inevitablemente “atrapado”, en suma, como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento del benefactor espíritu que lo animaba a escribir. Una sinuosa carrera llena de trampas y equívocos, cuyo peor resultado es el éxito que se orea en los foros públicos, donde se usa al escritor de acicate para mantener los dudosos protocolos de la institución cultural, lo que lleva a pensar “en el placer de una multitud sorda antes de pulsar una tecla del teclado”.
La cohesión de las piezas conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, apólogos de la formación de un escritor, de su perseverancia y sobrevivencia, pero también del rencor acumulado que puede encauzarse a la venganza, ocasión que se aprovecha en ‘El caballero de los espejos’, con un final inmisericorde que asocia el éxito literario a la posibilidad del desprecio, enmendando así las afrentas de ser un títere de esas presentaciones donde Murray advierte con escándalo que ninguno de los asistentes “tenía la menor idea de mi obra o de mi mera existencia” y “el organizador compartía su ignorancia”.
Antonio Ortuño ha volcado en La vaga ambición un terrorífico y cómico retrato del escritor actual. En Murray se reconocerán muchos nombres con una posición gravitatoria en el mercado, a veces en la cúspide y otras en la planicie, guionistas a destajo en series muy populares, o soltando chismes en un taller de escritura, exigiendo justamente aquello que el mercado desaloja, todo para sacar a flote la economía familiar y no desfallecer de la vocación que da sentido a la existencia.
El libro subyuga por su conmiseración a la vanidad maltratada. Con una prosa excelente que aúna rigor y lástima de la propia vergüenza, estas páginas son un semillero de ideas que no se quieren pensar sobre el grotesco mundo cultural. Pero también señala el difícil trayecto a seguir: “Los muertos iluminan la ruta de los vivos. Por eso leemos: para que se inflame una antorcha. Bajo su luz escribimos”.