Suele asociarse a Otto Klemperer con el gran repertorio clásico-romántico (y el imponente álbum recopilatorio publicado para conmemorar el cincuentenario de su muerte, comentado en estas mismas páginas el pasado mes de octubre, explica sobradamente el porqué), pero los comienzos de su carrera estuvieron estrechamente ligados al mundo de la ópera y a obras de nueva creación. Una carta de Gustav Mahler facilitó la llegada de su primer contrato como director asistente en el Teatro Alemán de Praga y luego se sucederían estancias más o menos prolongadas en los teatros de Hamburgo, Wuppertal, Estrasburgo, Colonia y Wiesbaden, en línea con lo que sigue siendo a día de hoy el mejor modo de adquirir experiencia de foso y aprender un oficio que ha estado siempre reñido con la precocidad. Pero fueron sus años en la Krolloper de Berlín, que convirtió en el primer teatro de ópera verdaderamente moderno y donde ofreció, junto con Ewald Dülwerg, montajes rupturistas y visionarios de títulos como Fidelio de Beethoven, El holandés errante de Wagner, Oedipus Rex de Stravinsky, Cardillac de Hindemith o Die glückliche Hand de Schönberg, los que hicieron que el nombre de Klemperer traspasara las fronteras alemanas. Su intención confesa no era, sin embargo, transgredir sino, simplemente, ofrecer “buen teatro”. La llegada de los nazis al poder interrumpió en seco la eclosión de estas producciones “experimentales judeomarxistas” y le obligó a emprender lo que —a la manera de su amado Goethe— bien podrían calificarse de sus largos años de peregrinaje.
La nueva floración de su talento habría de demorarse más de dos décadas, hasta que Walter Legge depositó en sus manos la recién fundada Orquesta Philharmonia, que Klemperer moldearía a su imagen y semejanza hasta convertirla en el principal artífice, bajo su dirección, de algunos de los mayores prodigios interpretativos del siglo XX. Ahora son muchos menos tanto los discos reeditados (95 entonces frente a 29 en esta segunda entrega) como la variedad del repertorio, pero a las primeras de cambio nos reencontramos ya con las principales señas de identidad del genio de Klemperer, al tiempo que lamentamos que algunas de las grabaciones ahora reeditadas no hubieran podido realizarse muchos años antes de que las facultades físicas —que nunca mentales— del gigante alemán quedaran seriamente mermadas por numerosos percances y enfermedades.
Es fácil poner reparos al Bach o el Handel de Klemperer, pero en los años en que realizó sus grabaciones (en 1960-1961 la Pasión según San Mateo, en 1964 el Mesías y en 1967 la Misa en Si menor) las interpretaciones historicistas hoy predominantes estaban aún en mantillas y empezando a balbucear sus nuevas proclamas estéticas. Si se compara, en cambio, con el Bach de Furtwängler o Mengelberg, el de Klemperer suena decididamente moderno para la época, pues incorpora su característico prisma objetivo, despojado de manierismos estéticos o éxtasis espirituales, y, sobre todo, luce su característico sentido arquitectónico. Si su Mesías (con una Pifa que parece llegada de los Campos Elíseos) ha acusado peor el paso del tiempo, su Misa en Si menor, que él tenía por “la música más grande y excepcional jamás compuesta”, y su Pasión según San Mateo siguen siendo un jalón inesquivable de la interpretación bachiana del siglo XX. Como era habitual, Walter Legge puso a su disposición las mejores voces: Elisabeth Schwarzkopf, Christa Ludwig, Nicolai Gedda, Peter Pears, Dietrich Fischer-Dieskau y Walter Berry para la Pasión; Agnes Giebel, Janet Baker, Hermann Prey, Franz Crass y de nuevo Gedda para la Misa. Y, como puede constatarse una y otra vez a lo largo de la escucha de estos discos, todos ellos se transfiguraban y daban lo mejor de sí mismos junto al viejo maestro, lo que puede hacerse extensivo no solo al colosal Coro Philharmonia (con Wilhelm Pitz al frente), sino también al Coro de la BBC en su mejor interpretación de la que hay noticia.
Es cierto que —y esta es otra bien conocida seña de identidad del último Klemperer— los tempos son en ocasiones de una lentitud casi inconcebible, si bien casi nunca son óbice para que se imponga la abrumadora lógica musical del director de Breslau y tan solo excepcionalmente (Le nozze di Figaro y, en mayor medida, Così fan tutte, dos cuasicantos del cisne de 1970 y 1971) se convierten en una rémora para transmitir la esencia de la obra. Aun así, ¿cómo resistirse a la Despina de Lucia Popp, a la Condesa de Elisabeth Söderström o al Cherubino de Teresa Berganza? Sin embargo, cuando todas las piezas encajan, los fogonazos dan paso a una luz cegadora: es el caso de La flauta mágica, con una jovencísima Lucia Popp cantando la mejor Reina de la Noche jamás escuchada y muchos de los sospechosos habituales (Gedda, Berry, Schwarzkopf, Ludwig, Crass o la Pamina casi volátil de Gundula Janowitz) en creaciones musicales y psicológicas no superadas. El Singspiel de Mozart bajo la sabia mirada de Klemperer lo tiene todo: ternura, profundidad, delicadeza, vis cómica. Don Giovanni (de la que se publica un muy revelador disco con tomas descartadas y fragmentos de los ensayos) es otro portento inalcanzable, con Nicolai Ghiaurov como un omnipotente seductor y una inmaculada Mirella Freni como Zerlina, además de —otra vez— Gedda, Ludwig, Berry o Crass rozando el cielo en sus respectivos papeles. Daba igual que Suvi Raj Grubb y Peter Andry tomaran el relevo de Walter Legge, o que la Orquesta Philharmonia se mudara en New Philharmonia: eran la personalidad de Klemperer y su inmensa autoridad las que operaban una suerte de catarsis colectiva.
Una escucha atenta permite entrever el control total que ejercía en todo momento desde el podio, da igual que sea en Un réquiem alemán de Brahms —estructuralmente apabullante— o en el terso y granítico Holandés errante de Wagner, de quien también se recoge un extraordinario primer acto de La valquiria (Janet Baker hubiera sido Fricka de haberse podido completar la grabación). Pero, puestos a destacar un primus inter pares en medio de tanto fulgor, es obligado concluir con el Fidelio (una de las óperas cuya modernidad entronizó en sus años berlineses y que Klemperer grabaría en 1962) y la Missa Solemnis de Beethoven, el compositor más difícil y esquivo, pero con quien su compatriota parecía tener comunicación directa. La ópera suena despojada quizá de la inmediatez emocional que sabía insuflarle Wilhelm Furtwängler, pero a cambio rebosa abstracción y una poderosa carga alegórica. Y la Misa es, aún hoy, un milagro incomprensible: la “Nueva Objetividad” revestida —paradójicamente— de la mayor trascendencia y con un regusto humano, fieramente humano.