En 2011, la artista estadounidense Andrea Fraser se preguntaba en L´1%, c´est moi quiénes son hoy los coleccionistas y de qué forma artistas e instituciones pueden escapar de quienes ostentan el poder absoluto del dinero en un mundo donde, al igual que en el resto de la sociedad, la riqueza se concentra en un 1% de la población, con un puñado de galerías monopolizando el mercado y el museo convertido en un medio de masas a pequeña escala. Agotadas las expectativas de las exposiciones inmersivas y esfumada la nube del criptoarte, las colecciones privadas son las nuevas majorettes del entorno cultural. Encapsuladas en costosísimos palacios, iluminan el momento actual del capital a la vez que oscurecen todo conocimiento auténtico del propietario de quien provienen. En palabras de Fraser, l´État, c´est eux (el Estado son ellos).
Hay muchas formas de coleccionar, pero todas coinciden en que son una forma de recordar. La tenue malla que separa al coleccionista del trapero pasa, como querría Walter Benjamin, por encerrar sus obras en el círculo mágico del pensamiento, donde la historia, con sus conflictos, lo vivido y lo sabido, son el pedestal, el marco y precinto de la posesión. Ese ejercicio de memoria, ese delirio acumulativo de objetos, pero sobre todo de gestos, blindará al buen coleccionista si desea ensayar lecturas diferentes, animar un nuevo orden (o incluso un desorden productivo).
Con el precedente del inexplicable éxito del Moco (ridículo acrónimo del Modern Contemporary Museum, ubicado justo al lado del Museo Picasso de Barcelona), el empresario, periodista y coleccionista Tatxo Benet sucumbe a la moda de reconciliar el absolutismo del dinero con el espectro del radicalismo, y lo hace bautizando su museo con el término de más carga fetichista en el arte: lo prohibido. ¿Será por ello más popular? Podría. Pero es obligado analizar si todo ese esfuerzo por coleccionar obras que fueron vetadas tiene un uso cultural o por el contrario es un simple simulacro, dando crédito a un supuesto del mercado que afirma que la trascendencia de un objeto artístico está en su promoción.
Su Museu de l´Art Prohibit, que ocupa el palacio modernista Garriga-Nogués, en el Eixample barcelonés, se autoproclama como "el primero del mundo dedicado a exponer obras que han sido censuradas o han sufrido prohibiciones de índole diversa". En sus salas, figuras, objetos e imágenes que en su día fueron borradas se convierten en explícitas, sin un mínimo sentido del contexto, del debate que las llevó a ser condenadas, con una visión ingenua del papel tanto del poder que las quiso invisibilizar (el canon) como del público, dos vértices que se suman al de la obra y que sin ellos la "obra censurada" pierde sentido. Mostrar medio centenar de piezas que no tienen ninguna relación entre ellas, salvo el haber sido pasto de los vigilantes de la moral, impide la inteligente simpatía entre ellas y el público, convertido ahora en voyeur. Así, se articula un juego de cajas chinas donde una encierra a otra y la última solo contiene una imagen plana, un cromo, tan aburrido como la pornografía.
¿Podrían estas obras, que han perdido su aura de malditas, ser objeto ahora de ataque dentro del Museu de l´Art Prohibit? Podrían, sí. Y para contribuir al morbo, un vigilante oportunamente colocado a la entrada junto a una máquina de rayos X se cuida de despojar de cualquier armamento a un posible perpetrador. No es relevante que parte de las obras exhibidas sean reproducciones y maquetas (León Ferrari), bocetos (Gustav Klimt), copias (Chuck Close vetó su propio autorretrato en esta muestra), pinturas arrancadas de un mural (Banksy) o carteles (el de Miquel Barceló, donde un torero es una pelota de tenis, o al revés, rechazado por la organización de Roland Garros en 1995).
Otras, en cambio, son vídeos e instalaciones (Abel Azcona, David Cerny) estilizados hasta el fastidio, auténticos modelos de lo correcto. No podían faltar los penes, grandes y micro, vulvas, masturbaciones y crucifixiones. Pintores de domingo (paisajes hechos por los presos de Guantánamo) se mezclan sin complejos con los maestros (grabados de Goya o Picasso) porque, además, el coleccionista propietario considera que para hacer navegar bien la nave hacen falta credenciales. Y así, ha contratado a Carles Guerra, ex responsable de la Fundació Tàpies, como director artístico, al que ha sumado unas cuantas firmas para el catálogo de lanzamiento, como Boris Groys y Joan Fontcuberta, aunque este último no desentona gracias a su predilección por el mundo fake.