En los últimos tiempos hemos visto cómo se alzaba con la mayor energía la idea de una nueva dignidad de la historia que exige hacer tabla rasa del pasado, por considerarlo muy imperfecto en relación con los estándares morales del presente. Se trata de un pensamiento airado, extendido globalmente con el objetivo de deconstruir ese pasado imperfecto, poniendo en evidencia los abusos cometidos e invalidándolo como referente intelectual, bien sea por la supremacía blanca que ostentó en decisiones y comportamientos, bien por las malas prácticas en las que se fue apoyando. La misma ira se aplica a los juicios morales que se vierten sobre personajes históricos, escrutados sin piedad por no ajustarse a esa nueva dignidad de la historia. Se quiere dejar atrás precipitadamente el pasado, como quien abandona una casa en llamas: siglos de racismo, genocidio, patriarcado, colonialismo, homofobia, misoginia, transfobia. Se quieren dejar atrás los excesos cometidos para abrazar la diversidad, la palabra fetiche, la llave que abre todas las puertas del presente. El propósito suena bien —¿quién no querría acabar con la injusticia y la desigualdad?—, pero no es tan fácil. Para empezar, la querella con el pasado, las querellas entre antiguos y modernos, forman parte de cualquier tradición cultural y de cualquier momento histórico, consecuencia de los inevitables conflictos generacionales. Algunas veces estos debates han llegado más lejos y han sido más trascendentes. Lo señala el historiador Mauricio Tenorio en su magnífico ensayo La historia en ruinas. El culto a los monumentos y a su destrucción (Alianza, 2023): la labor de construcción y destrucción del pasado, en función de los parámetros con los que trabaja cualquier presente, ha sido constante y tan pronto Lenin era Dios en el orbe soviético como su efigie rodaba por las calles de Berlín, durante el invierno de 1989.
Pero podría ocurrir que esta vez fuera en serio, que hubiera llegado la hora de la liquidación definitiva de nuestro abyecto pasado, es decir, tal como ha quedado escrito y recordado. Y, como fruto de ese desmantelamiento cultural que se extiende a universidades, museos e instituciones culturales de toda clase, emergiéramos como seres puros y nobles, sin deudas morales, sin prejuicios, sin culpas, dispuestos al amor universal. Seres capaces de mirar hacia atrás y ver en el pasado una hoja en blanco, limpia de atrocidades e injusticias, políticamente correcta.
En realidad, nadie sabe sobre qué balanza se apoyará el futuro, pero en la desconcertada mentalidad de nuestro presente se alzan las voces exigiendo deshacerse del pasado, como si este, inamovible como realidad viva que fue, debiera ser la tarea más urgente. De modo que hay razones para pensar que vivimos una etapa diferente a las anteriores; lo que llama la atención de la actual es su transversalidad. Los mismos debates conceptuales, las mismas acusaciones ocurren simultáneamente en diferentes lugares del mundo sin que compartan la historia de la que proceden. Sin embargo, un mismo lenguaje descolonizador uniformiza los reproches, venga el pasado de donde viniere, cruzando todas las fronteras y descabezando el crédito de figuras hasta ahora prominentes. Basta con el crédito del que disfrutaron hasta fechas recientes para convertirlos en sospechosos de tiranía y explotación. No importa que se trate de Antonio López —primer marqués de Comillas—, Hernán Cortés, el almirante Nelson, el presidente Jefferson o el marqués de Pombal. Todos ellos se ven sometidos a un mismo patrón justiciero que habla de agencia, inclusión social, racismo sistémico y trauma. La demanda de que "las naciones y los pueblos se enfrenten a sus historias criminales" (Susan Neiman, Izquierda no es woke; Debate, 2024) se ha extendido como una mancha de aceite, centrando el debate. ¿Hemos pensado en las consecuencias que generan los vacíos que vamos dejando atrás? Porque no podría explicarse el auge de la ultraderecha sin el rendimiento extraído al desconcierto intelectual que ocasiona el rechazo a esa historia "criminal" de la que, sea como fuere, todos venimos.
Se trata de una actitud que sorprende por su arrogancia y creo que el mejor correctivo lo aportó el filósofo Francis Bacon, a principios del siglo XVII, cuando en su Novum organum observó que "la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad", es decir, que emerge gradualmente como resultado de los avances en la comprensión humana. Si ahora somos más sensibles al sufrimiento y a las desigualdades de lo que podían serlo los hombres y mujeres del siglo XVI no es porque seamos mejores, en términos absolutos, sino porque hemos avanzado en la idea del Otro, es decir, en el acercamiento a las personas cuya mente está organizada de un modo tan diferente —por el idioma, las creencias, la experiencia o la cultura— que se resiste a la comprensión y a la interpretación elaboradas con parámetros distintos. Cuando Hernán Cortés avanzaba por el interior de las tierras mexicas en dirección a Tenochtitlán no estaba en condiciones de asimilar el sinnúmero de extrañezas —hombres y mujeres de piel cobriza con indumentarias nunca vistas, animales, vegetación, arquitectura, lengua, dioses, alimentación...— que constantemente encontraba a su paso. Solo tiempo después las extrañezas dejarían de serlo y cobrarían sentido. La acción iba muy por delante del conocimiento.