La precariedad define el espacio fronterizo, territorio donde el Estado flojea y desconoce, como si fuera menos patria que el centro. Así ocurre en Reynosa o Ciudad Juárez, pero también en Ecatepec, una de tantas fronteras que pueblan la periferia de las grandes urbes mexicanas, ninguna tan vasta como la de Ciudad de México, monstruo de mil cabezas y enredados cabellos. Frontera: calles sin terminar, casas sin agua corriente ni luz, Estado como ente mafioso con el que negociar cualquier dignidad.
En esa ecuación se ha movido Golondrinas, una colonia de la periferia de Ecatepec, el margen del margen. Antiguo ejido hecho barrio, los vecinos levantaron allí sus casas con palos y telas, pagando el precio de cadenas de especulación que les convirtieron en mercancía de políticos y funcionarios. Es el pecado original del extrarradio: endeudarse por un terreno que antes fue campo. Allí, en las fronteras del Estado, el poder penaliza todo intento de sobrevivir, de salir adelante.
“Uno de los cambios más profundos de nuestra época es la transformación de la tierra en barrio marginal”, escribe el periodista y escritor Emiliano Ruiz Parra en su último libro, que toma el nombre de la colonia, Golondrinas (Debate, 2022), y añade un subtítulo que resume sus intenciones: “Un barrio marginal del tamaño del mundo”. Allí, Ruiz Parra encontró un ejemplo de las barriadas de aluvión que empezaron a construirse alrededor de Ciudad de México hace más de medio siglo. Dice que así es el futuro, el campo achicándose, la periferia creciendo.
Rosales
Ecatepec es un municipio de un millón y medio de habitantes, donde el 20% del suelo es irregular. Es decir, que los vecinos que viven en un quinto de las casas lo hacen sin permiso oficial, situación que marca los límites de sus vidas. No es una exageración. El carácter irregular de las viviendas somete a sus inquilinos a políticos y caciques, que negocian paz, tranquilidad y servicios básicos a cambio de apoyo electoral.
En Golondrinas, Ruiz Parra narra varios casos así, como el de Leti Solorio, que llegó allí en 1996, con 26 años y dos hijas, prácticamente con lo puesto. En este tiempo, la mujer ha peleado duramente por una tubería de agua, un enganche a la corriente eléctrica, papeles que regularizaran la casa. “Todo era tan nuevo”, escribe el autor, “que bastaba señalarlo con el dedo para ponerle nombre. Así fue como Leti Solorio llamó a su calle Rosales, porque soñaba con llenar de rosas sus veredas”.
La irregularidad es solo una de las tragedias modernas de Golondrinas. Hay otras anteriores, como la de los viejos ejidatarios, que trataron de proteger la tierra cuando aún era eso, tierra, posibilidades de cosecha, y acabaron asesinados. También posteriores, como los vecinos que han vivido y revivido su propia obsolescencia, primero como campesinos, luego como obreros y finalmente como comerciantes. “La periferia urbana deja de ser solo un lugar: se convierte en una relación de explotación”, escribe el autor.
La barda
En la calle de Leti Solorio no hay rosales en las veredas. En realidad, no hay casi plantas en las calles, tampoco árboles, salvo alguna excepción. Golondrinas es un triángulo de casas grises, el color del cemento. Un canal de aguas negras separa el barrio de la colonia grande, la Luis Donaldo Colosio, nombrada así en honor a una de las deidades del Olimpo priísta, asesinado en una barriada parecida, en Tijuana, en 1994. Una ruinosa barda limita Golondrinas al oeste, la cicatriz de una vieja afrenta.
Hace años, el pueblo de Coacalco, aledaño a Golondrinas, proyectó un parque industrial a orillas de la colonia. La idea que vendieron a los vecinos es que la barda del parque respetaría la última calle del barrio, de forma que los habitantes del lado oeste no encontraran, de repente, un enorme muro frente a sus ventanas. También por cuestiones más prácticas: la comunidad necesitaba paso para los vehículos, acceso para servicios de emergencia, ambulancias, bomberos… Ocurrió, sin embargo, que hicieron la barda a medio metro de puertas y ventanas, situación que llevó el vecindario al límite. La colonia se levantó contra la barda y las empresas del parque industrial. Hubo negociaciones, los políticos prometieron hacer algo. Al final no hubo solución. La barda se quedó, el parque industrial no llegó.
El muro aparecía la semana pasada como un recuerdo marciano. Una cicatriz. Del lado de Golondrinas, un pequeño pasillo impedía el paso y provocaba la expansión de un extraño ecosistema hecho de rincones propios del centro histórico de una ciudad de la vieja Europa. Del otro, la calle se había convertido en un estercolero donde cualquiera llega y avienta su basura. “Esto le pasa a muchos lugares en México”, decía Ruiz Parra, “pedazos de tierra comunal que se venden a manos privadas, que luego chocan con las comunidades”, añadía.
El autor y Gasca, que prepara un documental a partir del trabajo del primero y de años de visitas al la comunidad, caminaban por Golondrinas como viejos sabuesos, confiados en una sabiduría de mil conversaciones, olores asumidos, errores, complicidades y malentendidos. A cada paso aparecía uno de tantos vecinos que pueblan las páginas del libro, caso del maestro José Encarnación, viejo líder barrial que protagoniza las primeras páginas, cuando sus propios compañeros tratan de lincharlo, acusado de traidor.
Los detalles de aquel encontronazo y su solución figuran en las páginas de Golondrinas, igual que las peripecias vitales de Imelda Reyna, que ahora maneja una tienda de abarrotes al lado del canal de aguas negras. Su historia es una de las más tristes del libro y por eso parecía increíble que el milagro de una sonrisa iluminara su cara. Como cuenta Ruiz Parra, su hijo fue asesinado y ella sola persiguió al asesino, pese a la Fiscalía del Estado de México que, al menos en su caso, funcionó como una mafia.
La visita a Golondrinas pasó también por la barbería de Carlos Guzmán, el peluquero más madrugador del mundo, que abre pasadas las seis de la mañana y es capaz de dibujar gatos y otras fruslerías en la cabeza más corriente. Ruiz Parra se sentía allí como en su casa. Pidió a Guzmán que le cortara el pelo, no tanto por necesidad sino como un homenaje a los recuerdos compartidos. El autor le dedica a Guzmán un capítulo entero. Cuenta sus cruces fronterizos, una detención en Estados Unidos, un escondite en el desierto, sueños frustrados.
No hay migajas de tristeza en la narración, igual que no las hubo en aquella charla desenfadada en la barbería. En una de las conversaciones reflejadas en el libro, Guzmán le dice al escritor: “Mi sueño es invitar a Ivonne a tomar un café junto a la torre Eiffel. No sé cómo le voy a hacer, pero algún día lo voy a hacer”. Ivonne es su esposa y lejos de ser un simple gesto romántico, las palabras de Guzmán recogen de alguna forma el carácter arrojado del barrio. El dilema no es si se puede, sino cómo hacerle.
El canal de aguas negras que separa Golondrinas de la colonia Luis Donaldo Colosio.