Visitar la casa-museo de un artista o escritor es un viaje en el tiempo y en la historia del arte y de la cultura, pero para los mitómanos puede también convertirse en una experiencia casi religiosa, pues será en ese espacio doméstico donde se podrán acercar a los objetos que miraban y tocaban a diario los artistas a los que más respetan. El libro Life Meets Art (Phaidon) se hace eco de esta fascinación general por los espacios donde residen y trabajan los artistas y propone un paseo fotográfico por casas de personalidades que han hecho de la creatividad su profesión. Las imágenes nos permiten asomarnos a salones y dormitorios —el baño y la cocina están vetados— de 250 artistas nacidos entre los siglos XVI y XX. Algunos de estos espacios se encuentran en casas-museo, pero otros son privados y no admiten visitas.
Es previsible que, en cualquier casa donde resida un escritor, lo que busquemos de inmediato sea su mesa de trabajo, que quizá no difiera tanto de la de un estudiante de oposiciones o un contable. En el hogar de un músico, en cambio, se nos irá la vista a cualquier instrumento musical, como el clavecín que destaca en uno de los salones de la casa londinense de Haendel, y si se trata de un artista visual, nos reconfortará comprobar que en su estudio abundan los botes llenos de pinceles, como ocurre en la casa-museo madrileña de Joaquín Sorolla.
El poder de las imágenes de esta guía eminentemente fotográfica nos traslada a la cotidianidad de artistas y celebridades de diversos siglos. Es fácil que nos deje boquiabiertos el atractivo y la singularidad de los espacios donde vivieron —el salón de Cocteau con frescos del propio artista, o el de Neruda, con mascarones de proa en su interior, son memorables—, y tanta belleza quizá nos lleve a recordar a aquellos otros artistas que acabaron sus días en la miseria, como los holandeses Vermeer o Van Gogh, cuyas casas no serían tan fotogénicas como estas, que siempre posan para la foto con sus mejores galas. Un buen ejemplo es el impecable salón del músico Louis Amstrong, del que quizá esperásemos cierto desaliño, pues el jazz nos remite a vida nocturna y a interminables jam sessions entre amigos. Lo mismo ocurre con el impoluto estudio de Leonardo da Vinci en el castillo francés de Clos Lucé, situado en Amboise, pueblo del valle del Loira en la que pasó sus últimos años trabajando para el rey Francisco I. Las vasijas con fruta fresca que aparecen en la imagen logran que imaginemos al artista florentino a punto de esbozar una naturaleza muerta.
Solamente el estudio del pintor Francis Bacon en Dublín resulta tan caótico que recibiría gritos airados de madres y padres debido a su desorden. La sorpresa es que nunca un desorden fue tan meticulosamente reescenificado, pues el estudio que se puede visitar hoy en la galería Hugh Lane de Dublín fue transportado pincel a pincel y lienzo a lienzo desde su ubicación original en Londres hasta la capital irlandesa en 2001, tras tres años de laboriosa mudanza. Tal como explican en el sitio web de la galería, un equipo de profesionales —que incluía a varios arqueólogos— trazó meticulosos mapas y dibujos para dar cuenta de la situación los más de 7.000 objetos del estudio de Bacon, que incluían pinceles, caballetes y lienzos, pero también tubos de pintura, fotografías, discos y cartas.
“El estudio es la imagen de la potencia: de la potencia de escribir para el escritor, de la potencia de pintar o esculpir para el pintor o el escultor. Intentar la descripción del propio estudio significa entonces intentar la descripción de los modos y las formas de la propia potencia, una tarea, al menos a primera vista, imposible”. Estas palabras proceden del libro de Giorgio Agamben titulado Autorretrato en el estudio (Adriana Hidalgo). Si las fotografías o visitas a estudios de artistas sirven para que nos sumerjamos en su universo creativo, en este libro el filósofo italiano pretende lograr algo similar, pero a través de la escritura. Así, tomando algunos de los objetos que ha ido acumulando durante años tanto en su estudio romano de la calle Vicolo del Giglio como en el que tuvo en Venecia, Agamben va tirando de un hilo muy fino del que obtiene recuerdos acerca de sus viajes, lecturas, amistades —como las que entabló con el escritor José Bergamín y los artistas Isabel Quintanilla y Francisco López— e incluso epifanías. El método de la asociación libre divulgado por Freud cobra aquí especial protagonismo, pues Agamben es capaz de extraer mil historias de la mera observación de un dibujo de Bonnard que encuentra en su estudio.