Como muy probablemente diría un wittgensteiniano a propósito de los juegos de lenguaje, el libro de Clara Ramas tiene un cierto aire de familia con otros libros recientes acerca de la misma temática. Pienso, por mencionar los primeros que me vienen a la cabeza, en el de Elizabeth Duval, Melancolía, o en el de Layla Martínez, Utopía no es una isla, aunque seguro que podrían añadirse a la relación unos cuantos más. En cualquier caso, estos tres coinciden, por lo pronto, en dimensiones relevantes, como son el de estar escritos por mujeres jóvenes y el de compartir una cierta sintonía política, que, utilizando el neologismo al uso, podríamos calificar como quincemayista.
Dicha circunstancia, lejos de ser algo anecdótico o casual, nos está señalando la relevancia del asunto compartido o, por decirlo de otra manera, parecería certificar el temprano diagnóstico (del año 2000 para ser exactos) de Slavoj Žižek, según el cual el siglo XXI sería el siglo de la melancolía. Aunque tal vez fuera algo más preciso afirmar que será el de la explosión de la melancolía, porque de la misma tenemos abundantísimos anuncios a lo largo del siglo XX. De hecho, Clara Ramas empieza su libro, en el que nos vamos a centrar, evocando el episodio piloto de Los Soprano, estrenado el domingo, 10 de enero de 1999, en el que aparecía Tony Soprano contándole a su psicoanalista el sentimiento de pérdida que le embargaba. Pero sin la menor dificultad podría haber evocado numerosos ejemplos anteriores, como, solo diez años antes y por no abandonar el universo mafioso, el brillante arranque de la película de los hermanos Coen Muerte entre las flores, en el que aparece otro gánster lamentando la pérdida de todo sentido de la ética en el mundo actual (incluido el de las apuestas ilegales).
En realidad, la especificidad del libro de Ramas se ubica, mucho más que en la constatación de la omnipresencia de lo melancólico, en la crítica al objeto, perdido y fantasmagórico, de ese registro, objeto al que se denomina aquí Edad Dorada. Importa señalar al respecto otro rasgo relevante del planteamiento de la autora y es que, aceptando que puede darse una diferente modulación de la melancolía en las generaciones en presencia, sostiene que cabe hablar de la misma como un rasgo compartido por todas y, en consecuencia, como una determinación no solo universal sino también epocal.
Con toda probabilidad, la mayor dificultad que se le plantea a este estimulante y oportuno libro sea la de articular ambos rasgos, el de afirmar la existencia de un "espectro amplio de personas de entre, aproximadamente, treinta y setenta años" (largo me lo fiais) que asumen cultural y políticamente la posición melancólica, y el de sostener que todas ellas andan en busca del mismo "objeto perdido", cuyo contenido no es otro que "el orden, la estabilidad, las certezas, los valores, el bienestar". Porque no parece que en modo alguno pueda ser idéntica la experiencia que de tales cosas tienen quienes pudieron vivirlas con mayor o menor intensidad y aquellos otros que solo saben de ellas lo que les han contado. O, acaso mejor, no parece fácil que las dos puedan ser pensadas echando mano de una misma categoría.
No habría que descartar que a Clara Ramas haya terminado jugándole una mala pasada la definición de melancolía elegida, que subsume tanto la melancolía propiamente dicha como la nostalgia, que apenas aparece mencionada en las páginas del presente libro. Pero identificar la tristeza que provocan las ocasiones perdidas, las oportunidades desaprovechadas, con la tristeza por lo que, habiendo sido, por cualquier razón dejó de ser, lejos de permitirnos pensar adecuadamente lo que nos ocurre, termina por distorsionarlo severamente.
Porque si aceptáramos, de manera tan solo provisional, la tópica definición de melancolía como el pesar por lo que pudo haber sido y no fue, habrá que reconocer, con Žižek, que semejante registro es muy propio del siglo XXI, más en concreto de quienes en mayor medida hicieron consigna del sí se puede... pero finalmente no pudieron, no quisieron o no supieron convertir en realidad las presuntas posibilidades. Por su parte, los nostálgicos, en especial los de izquierdas, no se puede decir en absoluto que anden fantaseando —y menos planificando— el regreso a Edad Dorada alguna. Se limitan, como mucho, a lamerse las heridas del tiempo, lamentando el imparable alejamiento de sus momentos de plenitud. Bajo ningún concepto definen el signo de nuestro presente.