“Era un país de bancarrota y de anuncios de subastas públicas y de noticias diarias de gente que mataba porque sí y de niños que se criaban con quien no debían y de hogares abandonados”; que en Estados Unidos en 1967 el centro “ya no se sostenía”, como escribió Joan Didion en Arrastrarse hacia Belén, es algo que Susanna Kaysen, que por entonces tenía 18 años, sabía bien; unos meses atrás había intentado suicidarse, y un psiquiatra decidió ingresarla: él tardó algo menos de media hora en tomar la decisión, ella permaneció en el hospital un año y medio.
INOCENCIA INTERRUMPIDAKaysen atravesaba una depresión, pero Inocencia interrumpida —que, sorprendentemente, seguía inédito en español hasta ahora pese al éxito de su adaptación cinematográfica de 1999 con Winona Ryder y Angelina Jolie en los papeles principales— no acusa el tipo de estupefacción dolorosa que caracteriza ese trastorno; por el contrario, en su libro la autora se revela como una observadora sagaz y con una memoria excelente —lo escribió 25 años después de transcurridos los hechos— que es capaz de describir con precisión a las otras internas, al personal médico y a las enfermeras del Hospital McLean, casi un hotel, admite, comparado con los otros psiquiátricos de la época: las internas eran drogadas contra su voluntad, sometidas a electrochoques y recluidas por la fuerza, pero también hablaban de sexo, traficaban con ansiolíticos y laxantes, se retaban a ver quién contaba la historia de vida más dura, se solidarizaban con las estudiantes de enfermería —”Llevaban la vida que podríamos haber llevado nosotras si no estuviéramos ocupadas como pacientes mentales. Compartían piso y tenían novios y hablaban de ropa.
Queríamos protegerlas para que pudieran seguir viviendo esas vidas. Eran nuestras apoderadas”— y cometían todas las pequeñas transgresiones que les devolviesen cierta soberanía sobre sí mismas.
En Inocencia interrumpida hay espacio para la ternura y para la candidez, pero, en relación con las causas del malestar que padecen sus personajes, el libro no es nada inocente; de hecho, el original, Girl, Interrupted, no hace referencia a ella: a miles de kilómetros de distancia del lugar donde Didion escribía su ensayo, Kaysen comprobaba que la pequeña localidad de Belmont tenía sólo dos instituciones importantes, que eran “variaciones la una de la otra”, el hospital psiquiátrico y la sede de la John Birch Society, una organización de extrema derecha. John F. Kennedy había sido asesinado en 1963, y Malcolm X en 1965; durante el tiempo que la autora permaneció en el hospital murieron Martin Luther King y Robert Kennedy. “Para muchas de nosotras, el hospital era tanto un refugio como una prisión”, resume, “aunque nos había apartado del mundo y de todo el alboroto del que disfrutábamos allá afuera, también estábamos aisladas de las exigencias y expectativas que nos habían enloquecido”.
Como le dijo otra paciente al ser devuelta al hospital después de huir de él unos días antes, el problema era que “allá afuera no hay nadie que cuide de ti”, algo que saben también muy bien los personajes de Espacios sin aire, el libro en el que la escritora y activista estadounidense Shulamith Firestone dio cuenta de sus internaciones a partir de mediados de la década de 1970: alcohólicos, víctimas de violencia machista, personas sin techo, punks, ancianas, anoréxicos, antiguos adictos atrapados en las redes de instituciones muy burocráticas y, por lo general, indiferentes, suicidas, personas enfermas que entran y salen del hospital a intervalos breves porque el seguro médico no paga la estancia prolongada que necesitan; muchas de ellas ya han salido del hospital en el que Firestone las conoció, pero las razones que las llevaron a él —el aburrimiento, la bancarrota y los hogares rotos sobre los que escribe Didion— están todas allí, esperándoles a la salida, y, con ellas, nuevamente, el trastorno psiquiátrico.
Espacios sin aire es, por momentos, una obra desconcertante, en especial si se la compara con Inocencia interrumpida: como en el caso de El pabellón 3, de Bette Howland, en el libro de Firestone no se nos ofrece ninguna explicación sobre las circunstancias que llevaron a su autora al psiquiátrico; pero lo que más descoloca al lector es el hecho de que, por una parte, ésta parece atribuirle sus experiencias a los personajes, pero, por otra, emplea la tercera y la primera persona en varias ocasiones para referirse a ella misma. No importa mucho esta confusión, sin embargo, puesto que lo que el libro refleja es una experiencia compartida, la de los hombres y, en especial, las mujeres pobres de Estados Unidos, cuya vida era —y es— lo suficientemente alienante como para que la pregunta de por qué se vuelven “locos” resulte superflua.
Firestone fue autora de La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista (1970), y es posible que su trastorno haya sido desencadenado por la dificultad inherente a plasmar en la realidad el tipo de mundo feminista que ambicionaba: como escribió Susan Faludi en The New Yorker —su pieza aparece como epílogo a esta edición—, Firestone “ayudó a crear una nueva sociedad, pero no pudo vivir en ella”; publicó Espacios sin aire en 1998 gracias a una pequeña red de apoyo conformada por mujeres especialmente comprometidas con sus ideas, pero perdió esa red y recayó: fue encontrada sin vida en su apartamento, en 2012, a los 67 años. Cuando comenzó en el activismo, recuerda Faludi, “las mujeres casi no ocupaban cargos electos importantes, casi todas las profesiones prestigiosas estaban en manos de hombres (…), el aborto era prácticamente ilegal y la violación era un estigma que había que soportar en silencio”. Y Kate Millett agregó, en su despedida: “Creo que deberíamos recordar a Shulie porque ahora estamos en el mismo lugar”.
La actualidad de un tema en el universo literario, el momento histórico o coyuntural que determina su emergencia puede tener muy diversas explicaciones, de todo tipo. La psicóloga Lola López Mondéjar señalaba en las páginas de este periódico no hace mucho la intervención de Íñigo Errejón en el Congreso reclamando mayor atención a las enfermedades mentales como un punto de inflexión político en relación con la visibilidad del sufrimiento psíquico. Es muy posible. Desde que Oliver Sacks publicara El hombre que confundió a su mujer con un sombrero tratando la enfermedad mental con un gran sentido humanista del enfermo y de la vida, el alcance literario de un problema aparentemente solo médico ha ido in crescendo.
Una escena de la película de 1999 ‘Inocencia interrumpida’, con Angelina Jolie y Winona Ryder.