La prehistoria es la época de los finales. Por última vez convivieron diferentes especies de seres humanos —ocho, de las que solo sobrevive una: nosotros, los Homo sapiens—. Fue también el momento en que la mayoría de los habitantes del planeta abandonaron el nomadismo, la caza y la recolección como forma de vida, para dedicarse a la agricultura, la ganadería y a construir ciudades. Y empezaron entonces los reyes y los sacerdotes. También representó el final de una larga glaciación y un cambio radical en el clima. Entonces, como ahora, muchas personas vieron cómo, poco a poco, los lugares que conocían y que les habían permitido sobrevivir durante generaciones eran anegados y se esfumaban bajo las olas mientras avanzaban los desiertos. Y entonces, como ahora, muchas especies animales se extinguieron.
De todas ellas, una nos sigue fascinando por encima de las demás, porque encarna a la vez la fuerza y la fragilidad de la naturaleza, porque nos recuerda que otros seres estuvieron aquí, antes que nosotros, y desaparecieron. Los mamuts, esos gigantes de la Edad de Hielo —aunque se adaptaron a numerosos climas y latitudes—, protagonizan una exposición en CaixaForum en Madrid, que antes ha pasado por otras ciudades españolas, y tienen un papel central en la última novela del escritor español Álex Prada, La parte blanda de la montaña (Seix Barral), o en el reciente ensayo del investigador estadounidense Dan Flores Wild New World. The Epic Story of Animals and People in America (W. W. Norton & Company).
“Es un animal real y a la vez sobrenatural”, escribe la prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis en Histoires de Mammouth (Fayard). “Contemporáneo de nuestros ancestros, pertenece al pasado, pero vive todavía en nuestro imaginario”, prosigue la autora de El hombre prehistórico es también una mujer (Lumen). Los mamuts representan un poderoso icono cultural, recuerda Patou-Mathis, desde Manny, uno de los tres protagonistas de las películas de animación Ice Age (La Edad de Hielo), hasta los tebeos de Rahan o numerosas exposiciones que han recorrido el mundo en las últimas décadas.
En La guerra del fuego, una novela que en 1911 moldeó la visión de la prehistoria en un momento en el que muchos descubrimientos sobre el pasado remoto de la humanidad estaban todavía por hacer, los hermanos belgas que firmaban como J.-H. Rosny describieron a los mamuts como aliados de los Homo sapiens en su lucha contra otra especie humana devoradora de carne humana. “Se sabían los dueños de la tierra”, escribe en esta novela que fue llevada al cine por Jean-Jacques Annaud bajo el título de En busca del fuego. “La columna de gigantes color de arcilla, con sus pelajes rudos, se colocó a lo largo de la charca y comenzó a beber con tanta potencia que el agua comenzó a bajar de nivel”.
Esta imagen resume todo lo que los mamuts representan en el imaginario de la prehistoria, una especie de fuerza tranquila a la que no conviene enfrentarse sin las armas y la organización suficientes. Sin embargo, desaparecieron como todo aquel mundo de criaturas gigantes que Antonio Monclova describe en el libro La primera megafauna: La apasionante historia de los mamíferos más fabulosos y extraños que habitaron la Tierra tras la extinción de los dinosaurios (Almuzara). Fue un proceso que se prolongó durante decenas de miles de años. Cuando hace unos 4.000 años desaparecieron los últimos mamuts, refugiados en la isla ártica de Wrangel (actualmente en Rusia), la humanidad había comenzado el largo viaje del Neolítico y no quedaba mucho —en términos prehistóricos— para la construcción de pirámides y la invención de la escritura. Los mató el calentamiento global, pero cada vez más expertos piensan que también la intervención humana.
“El final de los climas glaciales pudo afectar a especies septentrionales como los mamuts lanudos”, explica por correo electrónico Dan Flores, experto en fauna estadounidense y autor de un ensayo ya clásico, Coyote América. “Pero, al igual que los elefantes modernos, las especies de mamuts del sur (como los colombinos) se adaptaron a climas cálidos. El final de la Edad de Hielo no les afectó y, sin embargo, también desaparecieron. Creo que los humanos tuvieron mucho que ver con la extinción de mamuts en todo el planeta, pero probablemente no los mataron a todos de forma literal. En cambio, es probable que las últimas poblaciones dispersas sucumbieran (como ocurrió en la isla de Wrangel) a la disminución de la diversidad genética, que acabó imposibilitando la reproducción. El término para eso es “fusión genética”.
Esta extinción, relativamente reciente, está relacionada con dos de los grandes problemas actuales de la humanidad: el cambio climático, que nos acerca a lo que el periodista David Wallace-Wells ha llamado El planeta inhóspito (Debate), pero también a cómo la acción constante de los seres humanos va haciendo cada vez más difícil la vida para muchas otras especies, en lo que la autora estadounidense Elizabeth Kolbert ha llamado La sexta extinción (Crítica).
Para Darío Fidalgo, paleontólogo del Departamento de Paleobiología del Museo Nacional de Ciencias Naturales, dependiente del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), nuestra fascinación con los mamuts tiene mucho que ver tanto con su monumentalidad como con la visión —bastante apocalíptica— que nos ofrecen de nuestro propio presente. “Encontramos en los mamuts dos ingredientes necesarios para triunfar en nuestro imaginario colectivo”, explica. “Estos animales, durante muchos milenios, fueron los más grandes que han poblado la superficie terrestre de Europa, Asia y América. Pero, junto a su gran tamaño, encontramos una historia convulsa de extinción reciente, condicionada por el cambio climático, pero ejecutada por los seres humanos. Por lo tanto, desde mi punto de vista, la mezcla de una forma de animal familiar, de un tamaño colosal, que pobló prácticamente todo el hemisferio norte, con relación directa con los humanos desde un pasado muy lejano y con una historia de desaparición reciente y ciertamente morbosa conforma un currículo difícilmente alcanzable para optar a ser un animal que levante fascinaciones”.
En La parte blanda de la montaña, el escritor sevillano afincado en Madrid Álex Prada explora en dos momentos temporales separados por miles de años el final de los mamuts y, en cierta medida, su reaparición. Su historia está narrada en dos planos: en uno de ellos, Prada cuenta la historia de una cazadora que, hace 6.000 años, quiere encontrar un mamut, un animal cada vez más escaso, que se parece a una montaña en movimiento. Este relato prehistórico se cruza con el de Khünbish, que vive en Mongolia en el siglo XXI y que quiere apuntarse al floreciente negocio del tráfico de colmillos de mamuts para poder salir de la pobreza. Porque el deshielo provocado por la crisis climática global, que afecta especialmente a los lugares donde vivieron los mamuts lanudos, está haciendo que emerjan del permafrost —la tierra permanentemente helada del Ártico, que se está descongelando a marchas forzadas— restos de estos gigantes, en algunos casos crías perfectamente conservadas; en otros, colmillos de marfil que alcanzan un enorme valor en un mercado donde cada vez se persigue con más eficacia el tráfico de defensas de elefante.
“Aunque no llega al nivel popular de los dinosaurios, su extinción es también muy icónica y está rodeada de múltiples hipótesis”, señala Prada. “Todo esto se alimenta cada cierto tiempo con noticias que nos hablan de experimentos que podrían volver a reproducir mamuts a partir de su ADN. En mi novela, lo emocional de esa desaparición y el afloramiento de sus restos siglos después son los ejes centrales sobre los que se arma toda la trama, cargada de filosofía que nos hace pensar y repensar en los finales, en sus causas, en sus consecuencias y en la carga sentimental que todo eso tiene”.
Pintura rupestre de un mamut en la Cueva de Rouffignac, en Francia.