Recuerdo el país que me vio nacer. No puedo olvidar el olor de su tierra, el murmullo sereno de sus árboles cuando en el bosque el viento parece hablar con sus habitantes, el rumor plácido y constante de las aguas de los grandes ríos, el bramido feroz e imparable del deshielo en primavera, la lluvia lenta y, tras los relámpagos, los truenos que retumbaban en las paredes de las dachas, las frágiles casas de campo...
Añoro incluso el entrañable hedor de la bencina cuando aterrizaba en mi país. Y veía como se alzaba ante mi mirada el cielo, siempre lejano, la voz profunda y cálida de los hombres y la sirena aguda y siempre acogedora de las mujeres que me acogían en sus casas...
Unos, recuerdo, me mandaban a que me bañara, tal vez para quitarme la mugre occidental que cubría mi cuerpo, o, gracias a algún rito que yo desconocía, otros me llevaban directamente a la Plaza Roja, el ombligo de una dicha que desconocemos, o el ojo que todo lo ve.
Unos terceros se apresuraban a llevarme a lo más hermoso y apacible del país; aquello que el hombre aún no ha logrado ensuciar ni destruir del todo: su campo, los bosques y los ríos: su amorosa y a veces implacable Naturaleza...
Ahora, no obstante, me resulta difícil llamar a los pocos amigos vivos que me quedan y explicarles lo que siento sobre lo que está pasando en su país y en el de, hasta hace muy pocos meses, sus hermanos ucranios.
Y siento un horror que no me abandona; unas náuseas que, sazonadas con la humedad olorosa del bosque, con el perfume siempre presente del suelo, me resultan insoportables.
Y me atacan los recuerdos, un pasado esquizofrénico y siempre hecho pedazos: las gloriosas unidades del Ejército Rojo que liberan su país y toda Europa Oriental —ciertamente con algunos testimonios de las víctimas violadas y asesinadas en el avance de esta “liberación”—; la imagen de los Kaláshnikov sobre el aguerrido pecho “hoz y martillo”, de los victoriosos tanques T-34, de los cazas Mig, los primeros cazas a reacción.
Y las Katiushas (que en Occidente llamaban los “Órganos de Stalin”) y, hablando de Katiushas, las canciones de la guerra, da igual cual, y el compás sonoro de las botas militares…
Como también los antecedentes de lo que ahora vivimos a cada instante: los hombres colgados en las calles de Budapest, los tanques en Praga y ya no hablemos de Afganistán, Chechenia o los ejercicios de “entrenamiento” en Siria o Mali…
Todo eso y más se difuminaba, se perdía en la neblina del bosque ruso, se fundía en el rumor de los ríos, del plácido susurro de los inabarcables campos de centeno, de las risas de los amigos, de las canciones, tan melódicas como guerreras…
Son episodios personales, historias mías, pero que me obligan a pensar, a reflexionar en un intento de conciliar el mundo soviéticamente romántico de la infancia, feliz y complaciente, con la presencia actual del monstruo.
¿Qué pensarían nuestros muertos, los viejos militantes del PC español y los del PSUC, mis padres y los amigos y compañeros comunistas de mis padres, los fieles a la “patria del socialismo” catalanes, andaluces, gallegos, vascos…, los fervorosos admiradores latinoamericanos de la URSS, los viejos amigos de la Rusia de siempre?
El gobierno de Rusia, heredero indiscutible del pasado, de sus pasados, se ha convertido en un monstruo.
PÓMNIM, LIÚBIM, SKORBIM: (TE) RECORDAMOS, AMAMOS Y LLORAMOS]
Con estas palabras acaban o empiezan la mayoría de las esquelas de los soldados rusos muertos en combate.
Todos recordamos, queremos como a nadie y lloramos durante años a nuestros seres queridos, no importa como han fallecido: en un accidente, por alguna enfermedad, por el paso de los años o por alguna otra razón.
Pero…
Si entran en Telegram en la página ucrania se encontrarán a miles de jóvenes rusos, niños casi, caídos en combate. Algunos, es cierto, ya son mayorcitos, jefes, oficiales y soldados de contrato; pero otros muchos no llegan ni a los veinte años. Caras risueñas, optimistas —como si los estuvieran mirando también sus orgullosas y felices madres—, con uniforme o sin él, como en las viejas fotos de nuestra mili, con un trasfondo épico — "banderas al viento” con sus nubes y soles, escudos, imágenes de tanques, aviones y paracaídas— que parecen augurarles un futuro lleno de victorias y honores.
Pero lo único que han merecido —y no en todos los casos, ni mucho menos— son las condolencias de su autoridad local, la expresión de su dolor y orgullo por el joven caído en combate, cumpliendo su deber heroico en la lucha contra los fascistas, neonazis, etc., ucranios... Buen hijo, amigo de sus compañeros, a los que ayudaba en sus momentos difíciles... En fin todos los tópicos, ciertos o no, que se aplican generosamente a un joven muerto en los primeros años, en los más tiernos, ingenuos, enamorados, musculosos y llenos de esperanza, de su vida….
Amargura y dolor.
“Te recordamos, amamos y lloramos”…