Las hay que volvieron al poder, como la argentina, o la boliviana y la hondureña, que se recuperaron de sendos golpes, tendentes ahora a moderarse a costa de no pocos problemas internos. Las que nunca imaginaron que lo lograrían, como la chilena, pero sobre todo la colombiana, herederas ambas de líderes aniquilados. También galimatías que se proclaman progresistas y que están repletas de peros por el camino, como la del maestro peruano Pedro Castillo o la del tótem mexicano Andrés Manuel López Obrador. Una amalgama, estas izquierdas, que ha vestido de rojo como nunca América Latina.
A la espera de lo que ocurra a finales de año en Brasil, donde Lula puede regresar también al poder, las otras cinco economías más fuertes de la región —México, Argentina, Chile, Colombia y Perú— están gobernadas, o lo estarán a partir del 7 de agosto con la toma de posesión de Gustavo Petro, por presidentes que se celebran de izquierda. El avance de gobiernos de corte progresista retrotrae a aquella primera ola de principios de siglo, cuando, abanderados por un imparable Hugo Chávez y la eterna sombra de Fidel Castro, varios países se alinearon en torno a lo que se llamó socialismo del siglo XXI.
Los motivos que han impulsado las últimas victorias progresistas se encuentran también, paradójicamente, en las diferencias que mantienen con la primera ola. Si entonces el precio de las materias primas y el auge del petróleo fueron determinantes para sostener aquellos gobiernos, ahora el motor del cambio surge del deterioro de los indicadores sociales en casi toda la región, que impulsó los estallidos sociales de 2019 y se incrementó con la pandemia. Los contendientes también han contribuido a los recientes triunfos. Cuando no abiertamente ultraderechistas, han llevado a radicalizar a las derechas más tradicionales y a que se vea a la izquierda, en cierto modo, como parte del establishment, señala la socióloga Luciana Jáuregui, quien cita el ejemplo de José Antonio Kast, que hizo del orden y la defensa de la familia su campaña en Chile; Keiko Fujimori, hija del viejo autócrata, en Perú; el más reciente caso del empresario demagógico Rodolfo Hernández en Colombia o el auge del diputado derechista Javier Milei en Argentina.
Otra de las grandes diferencias es que ninguno de aquellos líderes de antaño vive o gobierna, y la movilización popular ha dado paso a triunfos electorales en los que, en muchos casos, han sido necesarios consensos amplios, como se ha visto en Chile y Colombia. Incluso Lula, el único que de triunfar sobreviviría de entonces, ha buscado en el centro a un importante aliado como Geraldo Alckmin, un peso pesado del centro derecha a quien venció en las presidenciales de 2006. “Ya no quedan los líderes históricos de la cruzada antineoliberal de los noventa que conectó al llamado socialismo del siglo XXI con el socialismo real estilo cubano”, argumenta el historiador del Colegio de México Rafael Rojas, en referencia a los hermanos Castro, Hugo Chávez o Evo Morales; “los nuevos gobiernos y líderes de izquierda, como López Obrador, Fernández, Petro o Boric, apuestan por preservar el marco constitucional democrático o por apartarse del reeleccionismo. El mayor compromiso con la democracia en esta nueva ola de izquierda puede ayudar a contener el avance del autoritarismo, que tiene en el polo bolivariano uno de sus principales flancos”.
Si hay un parteaguas entre las agendas de principios de siglo y las actuales, reside en las demandas feministas y ecologistas, con Argentina, Chile y Colombia a la vanguardia, y el contraste de México, donde el Gobierno no le sigue el paso al empuje a los colectivos de mujeres que claman contra el infierno feminicida. A ello, la filósofa argentina Luciana Cadahia añade “la deuda histórica con los movimientos negros”. En este sentido, Rojas recuerda que los derechos de los pueblos originarios donde menos avanzan es en la zona bolivariana, que se promueve como “radical” o “socialista”, salvo tal vez Bolivia.
Tratar de explicar toda la amalgama de fuerzas progresistas como un ente en común resulta quimérico. Hay quizás más disonancia que encuentros en las propuestas. Más aún en materia económica, como apunta Rojas, donde los planes de Andrés Manuel López Obrador son prácticamente antagónicos a los de Gustavo Petro, alguien partidario de acabar con el extractivismo en materia energética o implementar una reforma fiscal progresiva. Cómo se van a relacionar las fuerzas progresistas entre sí y con el resto del mundo es también algo incierto. “La mayor tensión que veremos en los próximos años será, una vez más, entre la visión realista y multilateral de las relaciones internacionales que promueve el progresismo y la estrategia geopoliticista del polo bolivariano”, resume el académico del Colegio de México. Para este historiador cubano, un triunfo de Lula en Brasil acentuará más esa tensión, “ya que, lo mismo como gobernante que como opositor, Lula ha mantenido una línea diplomática diferente a la de Cuba y Venezuela”.
Ninguna victoria hace por sí sola un ciclo. Nada más lejos de la realidad para Manuel Canelas, que formó parte del tercer Gobierno de Evo Morales. “Para definir un ciclo no es condición suficiente el número de victorias electorales”, zanja el exministro de Comunicación de Bolivia, ahora afincado en España, que recuerda los triunfos —no todos en las urnas— de la derecha entre 2015 y 2017, “y no por eso se habló de un ciclo conservador”. Y ahonda: “La idea de ciclo está más emparentada con la construcción de hegemonía. Uno puede ganar una elección y gobernar sin ser hegemónico, por lo que puede durar menos”. En esta misma línea, Jáuregui profundiza: “Se están reconfigurando los consensos ideológicos y los alineamientos políticos con resultados inciertos. La izquierda, a diferencia de la primera ola progresista, asume un carácter defensivo orientado a preservar o promover cambios moderados que se impulsan desde el Estado antes que desde una movilización popular. Si uno mira los procesos recientes, las victorias de los gobiernos de izquierda o centro izquierda no se traducen en un predominio político e ideológico, sino en gobiernos constreñidos política y económicamente, con dificultades para impulsar una política de transformación e incluso para garantizar su propia cohesión interna”.
La gestión de la relación con Cuba, Nicaragua y Venezuela, sobre todo con el país sudamericano, va a suponer un quebradero de cabeza para los nuevos gobernantes. Todos, incluidos Petro y Boric, han tomado distancia con la deriva autoritaria y las violaciones a los derechos humanos por parte de Nicolás Maduro pese a que no hace tanto celebraban el chavismo. No obstante, sería ingenuo pensar que no va a haber cambios en la relación, por ejemplo, de Colombia o Chile con Venezuela, en la medida en que millones de venezolanos se han exiliado en sendos países. Ya Petro ha asegurado que una de las primeras medidas que impulsará será la reapertura de la frontera con Venezuela.
La búsqueda de un líder que cohesione a todas las fuerzas parece inevitable. La figura del colombiano emerge a nivel regional con más fuerza si cabe que el entusiasmo que generó la irrupción de Boric o el papel protagónico que ha buscado en los últimos meses López Obrador. La filósofa Luciana Cadahia no duda en que el triunfo del Pacto Histórico coloca a Colombia como nuevo líder regional, en la medida en que puede articular la mayor parte de la región, tanto del lado atlántico como del pacífico. Y apunta a tres deudas históricas que el progresismo colombiano colocará en el centro del debate: “La transición energética de la economía fósil extractiva a un nuevo modelo sostenible; el rol central del Caribe y de los afroamericanos, indígenas y sectores populares urbanos en la contienda política, y un nuevo pacto hemisférico que no suponga ni un liderazgo de Estados Unidos ni un rechazo de ese país como actor clave del continente”.
El cambio climático es el nuevo eje sobre el que girará la relación de América Latina con EE UU.
Cómo se articulará la relación con la gran potencia marcará, a buen seguro, gran parte de las agendas entre las distintas fuerzas. Joe Biden sufrió un revés en la última Cumbre de las Américas, en la que apenas logró una serie de acuerdos genéricos y fue capitalizada por el desplante de López Obrador, que no acudió al no ser invitadas Cuba, Venezuela y Nicaragua. México ha insistido en la necesidad de construir un nuevo camino en la relación de América Latina con Estados Unidos, que tiene casi como condición sine qua non la pérdida de protagonismo de la Organización de Estados Americanos (OEA) y su secretario general, Luis Almagro, al que la mayoría de fuerzas progresistas da la espalda.
Es en una de las grandes apuestas de Joe Biden, sin embargo, donde puede residir el nuevo eje sobre el que girará la relación de América Latina con Estados Unidos. La lucha contra el cambio climático no entra en las prioridades de López Obrador, pero sí en las de Petro. No es baladí, pues, la rápida felicitación que el colombiano recibió de Biden, apenas 48 horas después de su triunfo. A partir de la lucha por el medio ambiente, ambos quieren revertir las erráticas políticas de narcotráfico de las últimas décadas. Una recomposición de la relación de Estados Unidos con América Latina a través del medio ambiente supondría el mayor cambio geopolítico en la región en el siglo.