Línea recta, curva tensa: la revolución de Mondrian y De Stijl

El Museo Reina Sofía inaugura la mayor exposición dedicada en España al pintor holandés y a su movimiento artístico en los últimos 40 años

A veces, parece que la historia del arte moderno se puede leer como la historia de la pintura tradicional puesta al revés, como una película proyectada hacia atrás: un desmantelamiento progresivo de todos los mecanismos de representación inventados a lo largo de siglos hasta llegar a un lienzo monocromo que tensa la idea de la muerte de la pintura. Estamos en 1917. Kandinsky llevaba tiempo con las abstracciones puras y Malevich había pintado ya su Cuadrado negro, marcando época. Ambos creían haber abierto las puertas a un nuevo mundo en cuyo umbral se encontraban como exploradores ante un mar desconocido. Europa se autodestruía en la I Guerra Mundial y la abstracción llegaba dispuesta a cambiar el mundo y redimir el espíritu humano. Theo van Doesburg era entonces un joven pintor de influencia impresionista que veía en Palos, la novela autobiográfica de Kandinsky, otra dimensión espiritual de la pintura. Piet Mondrian, ocho años mayor que él, se había mudado a París con la intención de aprenderlo todo del cubismo, pero la llegada de la guerra le pilló de visita en Holanda y allí tuvo que quedarse.

La historia es conocida. Fue en la ciudad neerlandesa de Leiden donde ambos coincidieron leyendo al matemático Schoenmaekers, el espíritu intelectual de De Stijl: un grupo de pintores (Bart van der Leck y Vilmos Huszar, entre otros) y arquitectos (J. J. P. Oud, Jan Wils y Robert van’t Hoff), además de un escultor (Georges Vantongerloo), que revolucionarían el curso de la historia del arte. Su idea era simple: alcanzar un arte “visual” que aboliera la distinción entre ilusión y realidad, y favoreciera la fusión entre el arte y la vida. Los colores puros provocaban una nueva percepción del espacio en el arte, la arquitectura y el diseño, de manera que estas disciplinas apenas se diferenciaban entre sí. Un arte que era ordenación rigurosa y unos artistas que se pasaban las horas hablando de los no colores, del espacio infinito y de creencias cósmicas.

Ese es el germen de la muestra Mondrian y De Stijl en el Museo Reina Sofía, el proyecto estrella para este 2020 y la mayor exposición del artista holandés en España desde 1982, cuando la Fundación Juan March le realizó una gran retrospectiva en Madrid. Un proyecto casi milagro: aplazado del calendario, amenazado por la pandemia y superviviente con la mayoría de las obras previstas, 95 en total y 35 de Mondrian, el que puso su teoría del arte en la base del colectivo aun cuando las disensiones hicieron que algunos se alejaran. Faltan algunas piezas que debían llegar de Estados Unidos y se ha cerrado una sala, pero aun así la muestra da una buena panorámica del devenir histórico de este movimiento desde mucho antes de 1917, cuando se lanzó De Stijl, la primera revista de vanguardia dedicada a la abstracción que dio nombre al grupo. En el recorrido ocupa un espacio central.

También algunas de las obras de los inicios de Mondrian, fantásticas, como la Liebre muerta (1891) o su Devoción y Metamorfosis (1908). Pronto llegan muchos de los hits de De Stijl, de la Silla roja y azul (1917) de Gerrit Rietveld, a la habitación de Piet Klaarhammer y Vilmos Huszar o la maqueta de la casa diseñada por Van Doesburg. Y en medio de todo este panel, una mujer, Jacoba van Heemskerck, que conoció a Mondrian en Domburgo, donde veraneaba toda esta colonia de artistas.

Figura y fondo

De Stijl se disolvió en 1925, pero para entonces Mondrian tenía una cosmología propia, disparada. Del cubismo analítico visto a través de la lente del simbolismo fin de siècle y la teosofía, entendió que aquello que tanto temían Picasso y Braque (la abstracción y lo plano) era justo lo que él buscaba, algo que sintonizaba con “lo universal”, el centro de su sistema de creencias. Adoptando la cua­drícula cubista, empezó a trasladar todo aquello que le interesaba, primero los árboles, luego la arquitectura y esas paredes en blanco puestas al descubierto por la demolición de edificios. El método es infalible, pensaba él: todo reducido a un mismo patrón de horizontales y verticales, para de ese modo diseminarse por la superficie, y entonces poder abolir toda jerarquía, toda idea de centralidad. Algo cambió cuando se topó con Hegel, cuya teoría dialéctica se basaba en oposiciones y un sistema movido por la contracción. Donde nosotros vemos líneas rectas, él veía curvas tensas. Un sistema de reducción con el que perseguía la tensión extrema, máxima también de nuestros días. El mismo argumento para la superficie de las pinturas: cuanto más planas, más tensas. Un estilo maduro que en 1920 llamó neoplasticismo, aunque el término existía ya, y cuya meta estaba en reintroducir la composición sin restablecer la oposición jerárquica entre figura y fondo. La misma lógica de las cuadrículas, pero ahora al revés.