El rey godo Leovigildo (519-586) se enfrentó al dilema más terrible que un ser humano puede tener ante sí: ¿matar a un hijo para salvar al otro? El historiador José Soto Chica (Santa Fe, Granada, 52 años) en Leovigildo. Rey de los hispanos (Desperta Ferro, 2023) recuerda que este monarca fue, "a la vez que un gran triunfador militar, un padre fracasado", lo que marcó para siempre su vida. Nació en mitad de un mundo de extrema violencia, violencia que él empleó, a su vez, contra quienes se le resistían. Amplió el reino de Hispania hasta límites nunca conocidos, lo enriqueció, redactó leyes que igualaban a godos e hispanorromanos, trajo la prosperidad y la riqueza, pero de vuelta a casa solo encontraba dolor, desprecio y traición. "Leovigildo, probablemente durante todos los años de su vida, tuvo que estar viviendo una doble vida: la del caudillo guerrero que cabalga junto con su hueste y que se muestra cercano a sus hombres, y la de soberano intocable", pero que sufrió "un matrimonio que no era otra cosa sino un desafío, un laberinto y un juego mortal". Su vida familiar fue la duda del Hamlet de Shakespeare -ser o no ser- en su máxima expresión.
"Leovigildo fue algo más que un monarca agresivo y ambicioso, con éxito en el campo de batalla y capacidad para gobernar. Sobre todo, porque sus acciones y logros tuvieron como consecuencia la construcción de algo nuevo en la hasta entonces bravía y caótica Hispania. Ese algo nuevo se manifestó poderosamente en el valor de la unidad con la que dotó a su reino", escribe Soto Chica.
Fue un hombre esencialmente violento, porque su época fue un tiempo singularmente marcado por la guerra y la rudeza extremas, en el que la vida se perdía con facilidad y en la que la propia supervivencia implicaba la aniquilación del enemigo e, incluso, de un potencial rival.
Dos personas marcarán sus 18 años de reinado: su segunda esposa, la conspiradora y ambiciosa Gosvinta -"sin la que no se puede explicar la historia de los visigodos en la segunda mitad del siglo VI- y su primogénito, Hermenegildo. "Que el matrimonio perdurara, o mejor dicho, que Leovigildo o Gosvinta no lograran deshacerse el uno del otro fue más cuestión de equilibrio de poder que de deseo o bonhomía. Fue ella la que se transformó en la base, en el corazón de su poder y la que pronto hizo de él, un godo nacido y criado en Galia, un rey, el primer rey de los hispanos", como lo definió el historiador galorromano Gregorio de Tours (538-594).
Pero Leovigildo no solo fue un guerrero brutal y hábil, además de un excelente estratega y táctico, sino también era un político capaz de entender la utilidad de los símbolos y de los títulos, en suma de la esencia de la legitimación del poder. Dirigió un "proyecto al que podían sumarse por igual tanto los hispanorromanos como los godos, aunque aún no compartieran la misma fe". "Y así fue como la cruz y la unidad de Spania conformaron un poderoso ideal durante los años que se extendieron hasta el final del reino en 711".
Gobernó el reino más extenso de Occidente, con la creación, sostenimiento y mando de un ejército siempre triunfante, el establecimiento de un sistema fiscal bien engrasado, la constitución de un tesoro, de un fisco saneado y colmado, la actualización, adecuación y modernización de un corpus legislativo y de una justicia eficaz, la articulación de un funcionariado capaz de asistir al gobierno de un reino en permanente expansión.
Pero el peligro estaba en casa. En el 579, Hermenegildo -azuzado por su madrastra Gosvinta- empezó a dar claras señales de que ya no obedecía a su padre. Se alzó en armas contra él.
Pero Leovigildo no actuó como un señor de la guerra en este caso, sino como un padre traicionado: quedó paralizado por el desconcierto y el dolor.