Lecturas de un corresponsal de guerra en Ucrania

Para un periodista que cubre el conflicto, es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer

En Kiev y en Moscú hay dos piscinas municipales que tienen muchas cosas en común. Para empezar, se llaman igual, Olimpiski, porque se ubican en espacios que sirvieron de sedes deportivas de los Juegos Olímpicos de 1980 —en el caso de la piscina de Kiev, solo se trata de la proximidad al estadio de fútbol—. Las piscinas se encuentran en los distritos más céntricos de ambas capitales. Las vigilantes de los vestuarios y del acceso al agua son mujeres de edad avanzada, de cuerpo robusto como el tronco de un nogal y que sonríen a cuentagotas. Otra cosa en común es que dos periodistas catalanes han nadado regularmente en ellas: en la de Moscú, el corresponsal de TV3 Manel Alías; en la de Kiev, quien escribe estas líneas.

Las particularidades de la piscina Olimpiski de Moscú las conozco por el libro de Alías Rusia, l’escenari més gran del món (“Rusia, el escenario más grande del mundo”, Ara Llibres), una de las lecturas que me han acompañado en Ucrania desde el 27 de febrero de 2022, el día que crucé la frontera para trabajar de lo que no había hecho nunca: de corresponsal de guerra, y en un lugar del mundo del que lo desconocía prácticamente todo.

Desde el primer momento he intentado introducirme en la sociedad ucrania para dejar de ser un paracaidista, conocerla, hacerla mía. Es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer. Y allí donde voy, siempre llevo un libro conmigo. En el apartamento que EL PAÍS alquila en Kiev tengo una estantería improvisada con una veintena de libros. Los voy renovando, la mayoría los devuelvo a Barcelona excepto por unos pocos que se quedan, sobre todo ensayos que en algún momento pueden servirme para mi trabajo. Muchas de estas obras son sobre la Rusia contemporánea y sobre su historia como imperio. Necesito entender qué pasa por la mente del ejército invasor, qué une al agresor y al agredido, porque son muchas las cosas que les han unido, como queda claro leyendo a Alías y nuestras piscinas paralelas.

Pero los tiempos verbales deben ser en pasado porque, con la actual guerra y la anexión del territorio conquistado, Rusia ha perdido cualquier posibilidad de fraternidad con Ucrania. Este es un asunto de familia que acaba como el rosario de la aurora. Que es una ruptura familiar lo demuestran muchas cosas —no solo los lazos familiares rotos en millones de familias a uno y otro lado de la frontera—, también lo prueban los títulos de dos ensayos que guardo en la estantería de Kiev: Jamais Frères? (“¿Nunca hermanos?”, Éditions du Seuil), de la politóloga ruso-francesa Anna Colin Lebedev, y Ukraine and Russia, from civilzed divorce to uncivil war (“Ucrania y Rusia, de un divorcio civilizado a una guerra incivil”, Cambridge University Press), del profesor de la Universidad de California Riverside Paul D’Anieri.

El libro de Colin Lebedev está escrito desde el dolor de quien presencia cómo su familia se fractura de la forma más violenta: “El conocimiento y la comprensión del otro fue disminuyendo progresivamente, hasta que en 2014 se convierte en una incomprensión total. Dos pueblos que tenían tantas cosas en común y que durante 30 años han seguido caminos diferentes hasta convertirse en contrarios”. En 2014 se produjo la revolución del Maidán que expulsó del poder al presidente ucranio prorruso Víktor Yanukóvich, provocando la intervención de Rusia en el Donbás y la anexión por las armas de Crimea, las provincias más afines al mundo ruso. Los 30 años son los que han pasado desde la independencia de Ucrania.

Si tuviera que escoger un solo ensayo para sumergirse en estas tres últimas décadas, este sería el de D’Anieri. Aparece todo lo necesario para captar por qué todo se fue al traste, sobre todo porque Rusia nunca aceptó que Ucrania quisiera segur su propio destino europeo. Así lo explica D’Anieri: “El final de la Guerra Fría puso en marcha dos fuerzas inevitablemente en tensión, la democratización de la Europa del Este y la insistencia de Rusia de mantener su estatus de gran potencia y el dominio sobre sus vecinos. Ucrania era el lugar donde la democracia y la independencia ponían más en cuestión el concepto que tiene Rusia de sus intereses nacionales”.

D’Anieri desarrolla en el libro otro concepto clave, y es que el nacionalismo ruso no ha digerido la independencia ucrania, pero no solo sus élites políticas, también la sociedad: “Mientras que muchos rusos celebraron el final del comunismo y el final de la Guerra Fría, no aceptaron la pérdida de Ucrania. Para muchos rusos, Ucrania es parte de Rusia y sin la cual, Rusia está incompleta”.

La literatura también muestra esta mala digestión del nacionalismo ruso. En 2022 apareció un breve libro de la traductora y escritora Marta Rebón que repasaba la relación literaria entre los dos países. En El complejo de Caín (Destino) —otro título con connotaciones de trauma familiar—se describe una escena premonitoria. Era 1992, pocos meses después de declararse independiente Ucrania. Una mesa redonda sobre poesía eslava en la Universidad Rutgers. Los ponentes eran el premio Nobel de Literatura ruso Joseph Brodsky (exiliado en Estados Unidos), el polaco Czeslaw Milosz y la ucrania Oksana Zabuzhko. Cuando esta fue presentada como poeta ucrania, Brodsky intervino, burlón: “¿Y esto de Ucrania dónde está?”. “¿No lo ve? Está donde siempre, entre Polonia y Rusia”, replicó Zabuzhko, que se sentaba entre el ruso y Milosz.

Brodsky incluso escribió un poema crítico contra la independencia de Ucrania en el que proclamaba que a los cosacos ucranios, el día que mueran, no les recitarán versos de Tarás Shevchenko, sino de Aleksandr Pushkin. Shevchenko es el poeta ucranio e icono nacional por excelencia, como lo es Pushkin para los rusos. La diferencia, juicios literarios al margen, es que de Pushkin hay traducciones a la mayoría de idiomas del planeta, mientras que de Shevchenko incluso en Kiev a duras penas puede encontrarse algo traducido al inglés.

La narrativa contemporánea en ucranio es una casi desconocida en España. Destacan traducidos al castellano Andrei Kurkov —pese a que hasta la invasión había escrito en ruso—, Yuri Andrujóvich —publicado por Acantilado— y Serhiy Zhadan. De este último llegó en 2022 su primera novela en castellano, Orfanato (Galaxia Gutenberg). Es una lectura impactante para cualquier persona que visite el frente de guerra porque en cada página identificará momentos vividos, escenas observadas y las miserias compartidas por los civiles y por los militares que allí habitan. Orfanato está llena de pequeños detalles que me resultan familiares: “Pasha se queda en el arcén destrozado por las orugas de los blindados y las ruedas de los camiones y se esfuerza por recordar dónde ha visto unos dedos como aquellos, acalambrados, exánimes, aferrados a la vida”.

Me he hecho la misma pregunta hablando con soldados apostados en la cuneta de una carretera hecha trizas, fumando como chimeneas porque el cigarrillo les aporta lucidez y elimina por unos minutos la ansiedad. Orfanato es un libro sobre la guerra en Donbás, como lo es Abejas grises (Alfaguara), de Kurkov. Es evidente que tanto él como Zhadan han visitado el frente y la zona gris, la tierra de nadie entre dos ejércitos, pero son novelas de otro tiempo, de cuando en Donbás había gente que se movía entre dos mundos, el ruso y el ucranio —la dicotomía se ha acabado— y cuando las Fuerzas Armadas Ucranias eran una desgracia mal preparada.

Entrevisté a Kurkov en 2022 y le pregunté por qué había tan poca ficción contemporánea en ucranio traducida a otros idiomas. Su respuesta fue demoledora: porque mayoritariamente se trata de literatura de combate, propaganda. No tengo suficiente dominio del ucranio para valorarlo, pero sí puedo constatar que es difícil encontrar obra en ucranio en lenguas que puedo leer —castellano, catalán, inglés, alemán y francés—. De Shevchenko, por ejemplo, solo he visto en Kiev un libro de poemas traducido al inglés, un breve libro infantil ilustrado.


En la imagen, Cristian Segura.

 
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