‘Los alemanes’, todas las familias mienten

El escritor y columnista Sergio del Molino recrea la experiencia ficticia de una familia vinculada a la historia de los más de 600 alemanes instalados en Camerún que en 1916 se entregaron a las autoridades españolas en Guinea

Al lector conmovido de La hora violeta o de La piel de Sergio del Molino, columnista y colaborador de este periódico, no habrá de sorprenderle la apuesta desatada por la ficción que encarna Los alemanes porque en esos dos libros y en algunos más latía una levadura de novela sin desarrollar o contenida. Esta vez lo ha hecho tras buscar durante mucho tiempo las hechuras de la ficción, según cuenta él mismo en una nota final, para recrear libremente la experiencia ficticia de una familia vinculada a un episodio menor de la historia contemporánea: en 1916 algo más de 600 alemanes instalados en Camerún se entregaron a las autoridades españolas en Guinea, en lugar de rendirse a los aliados durante la Gran Guerra, y residieron desde entonces en diversas ciudades. Es toda una pista de por dónde iban a seguir en las décadas posteriores, mientras el nazismo se hace hegemónico en los años treinta en Alemania y mientras muchos de sus jerifaltes se refugiarán tras la debacle de 1945 en la España franquista con notable placidez, como sucede con Léon Degrelle, personaje secundario de la trama.

Pero no, no es una novela histórica ni aspira a reconstruir fielmente ese episodio. La trama de ficción surge al armar a partir de las voces de unos pocos personajes —y en apenas dos meses de tiempo— la complejidad de las relaciones entre los padres y los tres hijos de una de esas familias de alemanes de Camerún, instalada en Zaragoza y dueña de una próspera industria de salchichas. No lo voy a ocultar porque no vale la pena: abuelo y padre, nazis perdidos, aunque disimulados y poco exhibicionistas.

¿Y los hijos? En las distintas reacciones a la información que van conociendo sobre esa filiación se centra el conflicto moral de una novela que fuerza a veces la credibilidad de los soliloquios de los personajes en largas conversaciones o meditaciones que narran episodios del pasado para explicar un presente mate, pálido o avitamínico para el hijo rebelde, famoso y recién fallecido en el olvido, la política con carrera al alza y el desubicado profesor universitario emigrado a Ratisbona. De una forma u otra, la sombra del nazismo laborioso de la familia conduce a una vida de privilegios para los tres hijos (y nietos del fundador) a la vez que los sume antes o después en el barro ético de dudas e incertidumbres, de vacilaciones y preguntas: ¿hasta dónde llega la responsabilidad de los hijos en relación con los padres? O mejor aún, ¿hasta dónde es capaz el ser humano de blindarse contra la verdad con el autoengaño o el despiste más o menos selectivo?

Por fortuna a Sergio del Molino no le da por echar mano de la doctrina didáctica y tampoco incurre en variante alguna del sermón, aunque algunas de las meditaciones a solas o conversadas delatan la mano del novelista que necesita esas palabras y esas cogitaciones puestas en boca de los personajes para dirigir la novela hacia donde necesita llevarla. Hay algo de homenaje explícito a la alta cultura germánica, en particular en relación con la música —y sobre todo Schubert— pero también late sin decirlo la inquietud por pensar la emergencia actual de formaciones neonazis que parecen reproducir el apoyo que el padre de familia dio en su época a grupúsculos nazis que hoy arrastran ya centenares de miles de votos. El lector puede no llegar a sentir plenamente vivos a los personajes que monologan en sus capítulos, pero sí participa involucrado y atento de las ansiedades, las dudas y el dolor recapitulado que la novela entrega como propuesta central: las familias mienten, y mienten siempre. El resto es ya cosa de cada cual.