Juan Villoro ha escrito un libro sobre su padre, el filósofo mexicano-catalán cuyas cenizas reposan al pie de un árbol en Oventic, en la zona alta del Estado de Chiapas, bajo el rótulo "Luis Villoro Toranzo, 1922-2014, filósofo zapatista". La excelencia literaria del autor, la magnitud intelectual de su padre y la técnica compositiva de esta inquisición en la memoria y la identidad hacen del libro una obra apasionante. El tronco que lo sostiene es la búsqueda retrospectiva de respuestas al tropel de interrogantes que envuelven a un padre admirado y enigmático. La evocación de episodios, no sujeta al orden cronológico, está mechada de reflexiones genéricas y de juicios precisos, sin temor a extraviarse en las ramas que brotan de ese tronco. Es lo que sucede con la matanza de Tlatelolco en 1968 o con la afición al fútbol, en la que el narrador descubre que su padre disimuló su pudorosa afectividad con el fin de compartir con él tiempo, emoción y entusiasmo. Quizá porque pretendía combatir su intuición de que, como le dice a Villoro una amiga —en la primera frase del libro—, los intelectuales no deberían tener hijos. Y es que la obsesión neurótica y la dosis de egoísmo inevitables para hacer "obra perdurable" —lo afirma el autor— no suelen ser compatibles con una paternidad modélica.
El Luis Villoro que se hizo popular a finales del siglo pasado como interlocutor del subcomandante Marcos (hoy Galeano) y miembro del Frente Zapatista de Liberación Nacional —sus cartas pueden leerse en La alternativa (2016)— está presente desde el principio. Lo está en menor medida el pensador que debutó en 1950 con el ensayo Los grandes momentos del indigenismo en México y en 1982 publicó el importante Creer, saber, conocer, porque la imagen que prevalece no es la del filósofo de gabinete, sino la del pensador indómito que desde su juventud en un internado de jesuitas en Bélgica luchó por una libertad que traspasara la jaula del sujeto individual y se definiera por el principio de solidaridad comunitaria: un nosotros que absolviera de la soledad.
Un nosotros que no le proporcionó la Compañía de Jesús, si bien la moral cristiana caló en él, y que fue adquiriendo sucesivas formas (el círculo de discípulos de José Gaos, el grupo Hiperión en la UNAM, las juventudes del futuro Partido Popular Socialista, la Coalición de Maestros, el Partido Mexicano de los Trabajadores...) hasta que en 1994 lo vio materializado en el levantamiento zapatista, al que no dudó en sumarse con humildad y convicción. Su ética del Otro, por así decir, se hizo carne y el viejo pensador utópico creyó que había una oportunidad para transformar el mundo hacia un horizonte de igualdad, inclusión, democracia directa y autocontrol crítico.
Villoro hijo lo cuenta muy bien, diría que pensativamente, con hiatos oportunos y remansos donde fluctúa lo narrativo y lo reflexivo, como el que dedica al trauma atroz de la plaza de las Tres Culturas en vísperas de los Juegos Olímpicos, con su obsceno corolario de mentiras de Estado y maquillaje de los hechos. O como el del juego de proponer la persona más significativa del siglo, que para su padre era a todas luces Gandhi y no un científico o un filósofo, porque cualquier conocimiento, comparado con una conducta íntegra, se le antojaba frívolo y porque Gandhi tumbó al Imperio Británico con un inofensivo puñado de sal. De esa anécdota procede el título de este libro, porque es lo infinitamente pequeño (la sal) lo que acaba definiendo la estructura de lo real, "la figura del mundo". Esta y otras lecciones trazaron el perfil sapiencial y riguroso de un padre contradictorio para el que la ejemplaridad ética constituía un valor supremo, pero que, no obstante, era incapaz de ejercer satisfactoriamente de cónyuge y padre. Su desprecio al materialismo, el dinero y el lujo solo tenía parangón con su repudio a la vanidad desmedida y al autobombo de algunos colegas, pero la magnanimidad excesiva también puede volverse un inconveniente.
Mientras Villoro reconstruye a su padre, se va descubriendo a sí mismo (cachorro de la rebelión que ha desoído el llamado revolucionario para buscar, en sus palabras, la vida privada de las cosas públicas) y va desvelando a su madre, la psicoanalista (y filóloga) Estela Ruiz Milán. No solo es la dedicataria del libro, sino que su inteligencia irónica y compasiva cobra en el epílogo una luminosidad y calidez inesperadas. Al convertirla Villoro en una informadora privilegiada sobre su padre, logra empujarla al proscenio de la obra al mismo tiempo que devuelve al filósofo a sus bastidores de penumbra, donde, alrededor del impenitente intelectual y activista de izquierdas, se entrevé el halo de lo mal conocido e incluso de lo incognoscible.
Como Antonio Muñoz Molina en El viento de la Luna o Héctor Abad en El olvido que seremos (ambos de 2006), Marcos Giralt Torrente en Tiempo de vida (2010), o Jorge Volpi en Examen de mi padre (2017), Villoro ha regresado al nombre del padre, al punto de fuga de porqués, perplejidades y conjeturas, a la figura huidiza, amada y recusada, que alienta y castra. Entre los polos de la incriminación y el homenaje, ha elegido este segundo y su más hermosa prueba es el modo en que relata cómo su padre superó un ictus en 2003 y, luchando contra el incendio de su biblioteca mental, fue capaz de volver a escribir a los ochenta y tantos años, ya en una prosa más escueta, ensayos filosóficos y políticos tan brillantes como combativos.