La Guerra de Flandes (1568-1648) fue, en opinión de numerosos historiadores, el gran error político y militar de Felipe II. Su terquedad a la hora de admitir que resultaba completamente imposible sostener un enfrentamiento bélico terrestre a miles de kilómetros de distancia de España ?con la enemiga Francia colocada estratégicamente entre la península y los Países Bajos e Inglaterra bloqueando el canal de La Mancha? provocó a la postre una crisis económica, social, militar y de reputación en la Monarquía Hispánica de dimensiones colosales.
A diferencia de su padre, Carlos I, el conocido como Rey Prudente derrochó fortunas y vidas en una empresa en la que sus mejores y fieles capitanes ni siquiera creían, pero que aceptaron a sabiendas de que se dirigían directos hacia la hecatombe.
La determinada voluntad del monarca de imponer, a sangre y fuego, el catolicismo en las 17 provincias rebeldes dejó grabadas para la posteridad escenas de terror e inhumanidad, pero también jornadas de heroicidad militar difíciles de creer. El irracional empecinamiento del rey por lograr la victoria a cualquier precio obligó a los Tercios a modificar de manera radical y acelerada las tácticas guerreras existentes. El esclarecedor Asedios en la Guerra de Flandes. Capitanes, técnicas, gestas y desmanes en la Provincias Rebeldes (Editorial Tercios Viejos), de José Luis Hernández Garvi, disecciona este enfrentamiento bélico que se extendió durante 80 años, que dejó exhausto al reino hispano y que dio origen a la Leyenda Negra.
Recuerda Hernández Garvi que Carlos V mantuvo la integridad del territorio bajo un gobierno centralizado. Su hermana María de Austria ocupó durante 24 años el cargo de gobernadora de estas posesiones gracias a una política eficaz de contención que brindó a las provincias una “etapa de estabilidad y prosperidad como nunca antes habían disfrutado”. El emperador respetó sus instituciones más representativas y mantuvo una política impositiva baja.
Pero el advenimiento de Felipe II acabó degenerando en un choque político que terminó alcanzando niveles de guerra abierta con “episodios de extrema violencia”.
Al prenderse, asegura el autor, la chispa del protestantismo en Flandes, surgieron importantes núcleos reformistas en las ciudades, que fueron respondidos por la Inquisición local con contundencia. Estos excesos “plantaron la semilla de la rebelión”. “La intransigencia del monarca y su absolutismo centralista exacerbó los ánimos de los que acabarían siendo sus súbditos más díscolos”. El descontento inicial provocó que los nobles locales, hasta entonces fieles al rey, decidieran que había llegado el momento “de asumir el poder”. El príncipe de Orange, Guillermo de Nassau, y los condes de Egmont y Horn, encabezarían las revueltas.
Hubo, no obstante, un último intento de evitar el desastre, el llamado Compromiso de Breda: no se pondría en duda la legitimidad de Felipe II a cambio de “libertad de culto y veto a la Inquisición”. La respuesta del monarca fue rotunda: “sin concesiones de ningún tipo”.
Si cedía, podía interpretarse como un signo de debilidad. Prendió la chispa de la guerra.
Desde el principio, los expertos militares de la Monarquía Hispánica ?los casos de incompetencia fueron escasos, aunque también existieron? fueron conscientes de que las tácticas aplicadas en otros conflictos armados no eran válidas en un escenario completamente distinto a los demás: diques, canales, ríos, gran pluviosidad, terrenos enfangados, ciudades fortificadas... Resultaba necesario olvidarse de las grandes batallas que tanta gloria y honor les había dado en el pasado y adaptarse a una guerra diferente: el asedio.
De un lado, los españoles levantaban plazas fuertes junto a los ríos Rin y Mosa para bloquear la llegada de suministros a los rebeldes; del otro, los neerlandeses se apresuraban a fortificar sus principales núcleos urbanos ante futuros ataques. Los artilleros del imperio generalizaron entonces el empleo del mortero ?arma de tiro parabólico que superaba las defensas? y que provocaba el terror entre los sitiados. Los rebeldes respondieron copiando el diseño de las revolucionarias fortificaciones italianas que incluían parapetos inclinados y macizos, no demasiado elevados, con formas poligonales y de estrella y con esquinas y bastiones que sobresalían para impedir los ángulos muertos. Los sitiadores, a su vez, desarrollaron la técnica de las minas subterráneas con el fin de alcanzar las murallas y volarlas sin ser detectados.
La llegada del ejército atacante ante las puertas de una ciudad marcaba el inicio del asedio. Se establecía a distancia un campamento para albergar las tropas y el cuartel general. Se construían líneas de circunvalación en torno a la plaza sitiada y se instalaba la artillería.
- Los primeros bombardeos servían para calibrar hasta dónde estaban dispuestos a soportar los asediados y su nivel de respuesta militar. Si los defensores no arriaban la bandera, se intentaba destruir las murallas.
“En medio del casos, los soldados aturdidos por el miedo y el fragor del combate se abrían paso como podían entre disparos a quemarropa que diezmaban sus filas; en esos instantes críticos se mezclaban órdenes ininteligibles, insultos, blasfemias y letanías de oraciones en una cacofonía indescriptible de voces y sonidos que emulaba a la del infierno”, reconstruye el autor.
“El humo de la pólvora negra y el polvo levantado por los derrumbes dificultaban la visión y hacían la atmósfera irrespirable bajo el zumbido tétrico de las balas y la metralla segando vidas. Los gritos de los heridos y mutilados sobrecogían a los pusilánimes, que eran empujados o pisoteados por los que venían detrás”.
Las atrocidades tras los asedios por ambos bandos son indescriptibles.
El 27 de junio de 1572 la ciudad de Gorcum, favorable al bando hispano, se rindió. El comandante Willem van der Merck la saqueó a pesar de sus promesas de respetar la vida de sus habitantes. Ordenó la detención de 19 religiosos católicos, los torturó, los paseó en procesión, los exhibió desnudos y les aplicó con sadismo horribles tormentos mientras estos entonaban el Te Deum.
El 2 de octubre de 1572, las tropas del duque de Alba se presentan ante la ciudad de Malinas. Cunde el pánico y los soldados defensores huyen. La plaza abre las puertas, pero el duque no tuvo en cuenta las peticiones de clemencia de sus aterrorizados habitantes y autoriza el saqueo. Los Tercios españoles ?solo representaban un 10 por ciento de las tropas? son los primeros en iniciar los desmanes. Los dos siguientes días fueron exclusivos para los soldados valones y alemanes. “Las escenas de incendios, asesinatos y violaciones que ilustraban esta bárbara costumbre volvieron a hacer un flaco favor a la triste fama que ya acumulaban los ejércitos de España”.
Los asedios durante esta cruel guerra fueron muy numerosos: Maastricht, Amberes, Middleburg, Groningen, Breda..., tantos como los comandantes muertos o destruidos en vida: Farnesio, Alba, Spínola, Austria, Requesens..., y en mismo número que sus acciones militares heroicas. Los españoles eran auténticos expertos en organizar increíbles operaciones nocturnas, que hoy llamaríamos de comando y que entonces se denominaban encamisadas, para provocar el desconcierto en las tropas enemigas.
“La decadencia se selló en Rocroi”, escribe Hernández Garvi, “y la hazaña lograda por el capitán general genovés [victoria de Spínola en Breda] se disolvió pronto, como un espejismo que engaña nuestras esperanzas y al que en su día se aferró una dinastía en decadencia. La contemplación del maravilloso cuadro de Velázquez expuesto en el Museo del Prado, con sus licencias artísticas y su también innegable valor histórico, nos acerca a través del tiempo a una época en la que héroes y villanos, cobardes y valientes, grandes señores y leales vasallos, se disputaron la gloria compartiendo sacrificios en una lucha que merece ser recordada”.