Hay libros a los que el tiempo mismo se encarga de colocar en el sitio que les corresponde o, si prefieren, se ocupa en poner de manifiesto toda la razón que contenían.
No se trata de que en el momento de su aparición pasaran inadvertidos o fueran erróneamente interpretados por sus coetáneos, sino de que, confundidos en medio de la catarata de novedades que permanentemente inunda las librerías o las páginas de los suplementos literarios, no pudieron mostrar el auténtico alcance de sus propuestas.
Como representativas de este tipo de propuestas podríamos mencionar, en apresurada relación, las de diversos autores. Estaría, en primer lugar, la de Guy Debord, cuya caracterización, en la década de los sesenta, de nuestra sociedad como sociedad del espectáculo, aunque opacada en su momento por el brillo de la figura de Marcuse, ha terminado por convertirse casi en un lugar común a la hora de describir el funcionamiento de la esfera pública en nuestro tiempo.
En segundo lugar, cabría mencionar la de Cass Sunstein denunciando, a principios del presente siglo en su República.com, el fracaso de aquella ingenua expectativa de que internet pudiera convertirse en un ágora global donde hacer realidad definitivamente una democracia planetaria y cosmopolita. O, en fin, y por no hacer la lista en exceso larga, pertenecería a este mismo grupo la propuesta de Christopher Lasch, quien, en su libro
- La cultura del narcisismo, que acaba felizmente de reeditarse, supo anticipar algunas de las determinaciones más relevantes de nuestro imaginario colectivo actual.
Puntualicemos, ante todo, que el tratamiento de la cuestión del narcisismo que aquí se presenta no pretende adentrarse en la dimensión ontológica-filosófica de ese constructo que acostumbramos a denominar yo (o identidad personal).
De eso se había ocupado, entre otros por aquellos mismos años, el filósofo británico Derek Parfit en Razones y personas, un libro muy celebrado entonces, sobre todo en ambientes analíticos, y hoy apenas recordado. Lasch, en cambio, lejos de centrar su análisis en diseccionar la debilidad ontológica de tal constructo (enfoque en cierto modo obvio, dada nuestra condición social y cultural), coloca el foco sobre otra dimensión del mismo asunto, la del modo en el que dicho yo se relaciona con el mundo que nos ha tocado en suerte vivir.
Para que ese constructo que somos no se venga abajo hace falta cierto egoísmo, pero el egoismo, como el colesterol, lo hay bueno y lo hay malo.
Y es que habrá que aceptar que para que ese frágil constructo que somos no se venga abajo al primer embate de lo real hace falta una cierta dosis de egoísmo. Aunque probablemente con el egoísmo suceda como con el colesterol, que lo hay bueno y malo.
AMOR PROPIOEl primero equivaldría a ese amor propio del que en su momento hablara Fernando Savater, y el segundo vendría representado por el narcisismo, que no deja de ser una percepción distorsionada y patologizada del yo. En un caso el sujeto se quiere a sí mismo para poder continuar midiéndose con el mundo, en el otro se gusta a sí mismo sin mesura precisamente para no tener que enfrentarse con aquel y verse obligado a asumir sus eventuales fracasos.
En las más de cuatro décadas transcurridas desde la aparición de La cultura del narcisismo se ha ido certificando de manera creciente la pertinencia de su planteamiento. Quizá en momentos de relativa placidez colectiva en los que la realidad no nos interpela en exceso, la ensoñación narcisista pueda ser, mal que bien, mantenida.