La lógica nace con Aristóteles y culmina con Kurt Gödel, un hijo de Platón. La filosofía, como el universo, se mueve en círculos. Gödel demostró que el fundamento de la lógica era la intuición (un olfato para la verdad) y que hay enunciados verdaderos que no pueden demostrarse. La conmoción que produjo su célebre teorema de incompletitud trascendió las fronteras de las matemáticas. La lógica se llenaba de intuiciones. Y la intuición es, como todo el mundo sabe, esa capacidad de comprender las cosas de forma instantánea, sin necesidad de razonamiento. En los fundamentos mismos de la lógica, Gödel encontró una pulsión suicida, una vocación a prescindir de sí misma. Y no sólo eso. Puso en tela de juicio la concepción de la mente humana que había nacido del positivismo lógico, alejándola definitivamente de la máquina.
El a priori siempre se basa en la experiencia. El a priori es un falso comienzo. Un personaje disfrazado. Sabemos que es cierto, y lo sabemos porque hemos vivido y porque tiene sentido. Ese sentido es común y experiencial. Pertenece a una comunidad, a una sociedad y una época. El a priori es histórico. Además (y esto es lo que demostró Gödel), el a priori es intuitivo. El rigor de la lógica es una representación. Un teatro simbólico, contemporáneo y local. La lógica cambia con los tiempos, como cambian las intuiciones, que son el olfato de lo real. Casi un siglo después de que se hicieran públicos sus teoremas, estamos todavía averiguando qué significan y hacia dónde nos llevan.
Hasta la aparición de Gödel las matemáticas eran el lenguaje de la naturaleza. Un idioma que permitía descifrarlo todo.
Pero los teoremas muestran que no existe una base inmutable sobre la que erigir sistemas formales de pensamiento. Un elemento humano y vivo prevalece en estos sistemas severamente precisos y rigurosos. Como el principio de complementariedad o la teoría general de la relatividad, parecen socavar el mito de la objetividad. La medición es un asunto humano en el que participan no sólo el momento y el lugar (Einstein), sino también la intención (Bohr). Si somos verdaderamente empíricos, el universo sería el conjunto de todas las observaciones y de todas las intenciones. Hablar de un universo que existe al margen de todas esas percepciones e intenciones es pura especulación metafísica.
Desde muy joven Gödel se interesó por las consecuencias filosóficas de las matemáticas. Pensaba, como Einstein, que la ciencia genuina nunca debía perder de vista las grandes cuestiones de la existencia.
Los teoremas de Gödel nos dicen que cualquier sistema matemático que se construya está condenado a la incompletitud. Son teoremas metamatemáticos, como esos dibujos de Escher que se salen del papel. Sistemas formales que se trascienden a sí mismos. La realidad excede nuestros intentos formales de contenerla. Sugieren, con un riguroso leguaje simbólico, que no son una mera sintaxis y que apuntan a algo que está fuera del texto.
Un espía en la corte positivista
Gödel nace el 28 de abril de 1906 en Moravia, muy cerca del monasterio donde Mendel descubrió en los guisantes las leyes hereditarias. Brno forma parte del imperio austrohúngaro y es un importante centro textil, en cuyas fábricas trabaja su padre.
La familia es de origen alemán y Kurt es el pequeño de dos hermanos. Un niño distante y circunspecto, con una inteligencia eléctrica y una lealtad inquebrantable a sus intuiciones. Ingresa en la Universidad de Viena en 1924. Primero estudia Física, luego Matemáticas y, finalmente, Lógica.
El imperio acaba de ser liquidado por la primera gran guerra, pero Viena sigue siendo una ciudad viva y creativa, un hervidero de alemanes, checos, polacos, eslovenos, magiares, rutenos, croatas y serbios, que están muy lejos de compartir una identidad.
Karl Krauss, redactor único de un periódico satírico, aviva todos los fuegos intelectuales. En los cafés se habla de música, arquitectura, arte y filosofía. Allí surgen las teorías del inconsciente, la música atonal, el expresionismo y la teoría cuántica.