En ese mundo de aficionados al rock donde tanto importa la autenticidad, saberse más canciones que nadie, ser más purista que los demás y presumir de conocer a un grupo desde sus inicios, "antes de que se volvieran comerciales", pocos sucesos sacuden más el avispero que la muerte de una gran estrella. Está el que exagera su cercanía con el fallecido y sobreactúa su tristeza, el que siempre había sido un apasionado de su música pero nunca lo había mencionado y no falta el que acusa al resto de ser unos advenedizos. También, por otra parte, el que humildemente se acerca desde la curiosidad genuina a descubrir el legado de ese músico tan llorado y tan relevante al que nunca había tenido ocasión de escuchar. Es, por quedarse con algo positivo, la parte buena de cuando muere un artista: su obra se difunde, se comparten sus canciones (o extractos de sus libros, o escenas de sus películas) para homenajearle, se renueva la atención hacia su trabajo y, a veces, hasta se hace más popular.
Farrah Fawcett en Los Ángeles, en 1977.