Jesús Duva, de 68 años, uno de los reporteros de sucesos más respetados de la prensa española, empezó de casualidad y sin quererlo mucho.
Corría el mes de enero de 1977 y el periodista, por entonces de 23 años, se había especializado en información laboral en Pueblo. Iba a la pieza, es decir, cobraba según noticia publicada.
Entonces, el director de la publicación, José Ramón Alonso Rodríguez-Nadales, le hizo una de esas ofertas que no se pueden rechazar:
"Si quieres entrar en plantilla, chico, a Sucesos". El joven Duva se resistió al principio: le gustaba la información laboral, había conseguido ya fuentes y era la época en la que el sindicalismo adquiría mucho relieve en la sociedad. Pero también pensó que quería casarse y dar la entrada de un piso en Madrid. Y que para eso necesitaba un sueldo fijo.
- Así que aceptó. Abandonó sus fuentes (una de ellas, los integrantes del despacho de abogados laboralistas de Atocha) y se pasó a su nueva sección.
Pocos días después, la noche del 24 de enero, alguien (nunca ha sabido quién fue) le llamó al teléfono del periódico desde una cabina de la plaza de Antón Martín para avisarle de que algo grave acababa de pasar, precisamente, en el despacho de los abogados laboralistas donde él había pasado muchas tardes.
Duva trató de explicarle al informante que él ya no llevaba esa área, pero el otro, nervioso, muy alterado, insistió: "Tienes que venir".
Después, la llamada se cortó. Duva y un fotógrafo llegaron al número 55 de la calle de Atocha en coche. Al subir las escaleras se cruzaron con dos policías que bajaban, pistola en mano, con intención de comunicarse con la central a través de la radio del coche patrulla aparcado en la puerta.
- Duva y el fotógrafo subieron al piso y entraron. "Y vimos aquello", recuerda. Nadie se lo impidió; nadie tampoco les había prevenido para lo que se iban a encontrar: un revoltijo de cinco cadáveres y de cuatro personas malheridas, una confusión de sangre y agonía, de gritos de dolor y de auxilio. Una banda de ultraderechistas acababa de tirotear a sangre fría a todos los que se encontraban en el despacho. Se acababa de producir uno de los asesinatos más sanguinarios de la Transición.
"Me quedé pálido, pensé que yo podía estar ahí, que había pasado ahí tantas horas que uno de esos cuerpos podía ser el mío, y luego ya no pensé nada, me quedé como muerto", recuerda el reportero. Duva y su compañero fotógrafo eran los primeros periodistas que llegaban.
Los únicos que lo vieron así. Como él mismo relata, se quedaron tan paralizados por lo que contemplaban que fueron incapaces de dar un paso, de hacer una fotografía o de tomar notas. Poco después los policías de antes regresaron y les expulsaron. Ése fue el primer suceso que cubrió Jesús Duva.
Miguel Ricart, uno de los acusados del crimen de Alcassèr, es trasladado a la Audiencia de Valencia para declarar en febrero de 1995.
Desde entonces no ha abandonado jamás los asesinatos. Ni los asesinatos le han abandonado a él. A lo largo de su carrera ha sido reportero de la sección de Sucesos de Pueblo, jefe de la sección de Sucesos de Ya casi 10 años y periodista encargado de sucesos y de Interior de EL PAÍS durante más de dos décadas, entre otros cargos.
Está jubilado desde 2020 y no es raro encontrárselo en la cola del pescado del Ahorra Más de su barrio. Pero basta ponerse a hablar con él para que en la conversación desfile la historia de España vista a través del prisma revelador de sus crímenes.
Recientemente, ha publicado dos libros que abordan dos asesinatos en muy distintas épocas: en el primero, El crimen de la niña Melchora (Editorial Páramo), cuenta la desaparición de una muchacha de pocos años en Cigales (Valladolid), en 1905, y la condena a garrote vil del padre y de la madrastra, acusados, sin pruebas, de haber matado a la pequeña. Duva aprovecha para retratar el analfabetismo de la época, las condiciones de vida de los labradores pobres de Castilla, el deficiente sistema judicial de principios de siglo XX y la importancia y el peligro de los prejuicios que, a la postre, fueron los que empujaron a la detención de la mujer y, de rebote, al marido.
"Ella tuvo la mala suerte de ser forastera en el pueblo, de ser tuerta y, además, de ser la madrastra, con lo que esto conlleva: cargaba con muchos estigmas como para ser acusada", explica el reportero.
En el segundo volumen, El puñal de los celos (Editorial Alrevés), narra un asesinato rabiosamente contemporáneo ocurrido en Alcorcón, en la periferia de Madrid, en noviembre de 2018. "Aquí son clave las redes sociales, las nuevas tecnologías, que han revolucionado la delincuencia y el mundo de la delincuencia. La asesina declara su odio por celos a la víctima, otra chica casi adolescente, a través de las redes sociales. Por ahí se comunicaban. De hecho, no se conocían, no se habían visto nunca. La primera y la única vez que se ven cara a cara es cuando una apuñala a la otra", asegura.
A lo largo de una charla con este reportero sale el triple crimen de la calle de Alcalde Sainz de Baranda, en Madrid, cometido por una pareja de drogadictos en 1988, cuando la heroína gobernaba la calle; "Cuando, horas después del asesinato, yo me acerqué al tanatorio a ver qué podía averiguar, vi a un hombre y a una mujer en una esquina y, por la pinta, me olí que ellos podían ser los asesinos. Acerté.
Era la primera vez que descubría a un culpable de asesinato y que lo tenía delante", cuenta. En la charla también sale la oleada de atracos a bancos de los primeros años ochenta, consecuencia de la masiva excarcelación de presos preventivos del Gobierno socialista.
"Tanta delincuencia trajo como consecuencia una brutalidad policial inaudita. Hubo mafias policiales que no dudaban en disparar a los atracadores antes de preguntar nada", recuerda el reportero.último el general Serrano. Omitir 1874 ha llevado a una visión tan mítica —una República federal de verdad frente a otra, unitaria, traicionada— como equívoca.
Asimismo se ocupan de los precedentes, insistiendo mucho Vilches en la monarquía amadeísta y su pésima clase dirigente —Ruiz Zorrilla y Martos, en especial—, mientras que Peyrou opta por consagrar un capítulo inicial a tratar de los orígenes del republicanismo en España.
La gran diferencia entre ambos volúmenes radica en el planteamiento y las conclusiones. Vilches privilegia los hechos políticos y no las intenciones y programas, y califica la experiencia republicana, injustificadamente idealizada, de desastre y caos —en buena medida provocado por el utopismo de la Federal—, además de subrayar sus déficits democráticos.
Destaca su libro por una extensa documentación y por las aportaciones puntuales —en especial, la permisividad castelarina y el aplauso al golpe de Pavía—, pero presenta problemas que lo lastran indefectiblemente: un exceso de juicios y descalificaciones, así como una opción historiográfica ajada, que plantea la vida política como autónoma de la sociedad y el mundo de su tiempo.
Peyrou presenta una propuesta interpretativa en la que intenta alejarse del paradigma del fracaso, integrando la experiencia republicana, con todas sus dificultades y conflictos, en la primera ola de democratización europea.
Los proyectos y discursos republicanos merecen aquí una atención paralela a sus resultados.
El planteamiento es muy interesante y promete resultados destacables, pero todavía no está lo suficientemente maduro. No ayudan el abuso de entrecomillados o la utilización de bibliografía general no especializada en algunos temas.
A las necesarias síntesis debe añadirse el volumen más especializado, coordinado por Manuel Suárez Cortina, que integra un conjunto de aproximaciones temáticas (laicismo, política colonial, cantonalismo, déficit público, etcétera) presididas por las ideas de debilidad y diversidad republicanas.
El cantonalismo, estudiado en todos los volúmenes anteriores, ha sido también objeto de tratamiento particular.
En La rebelión cantonal en la I República se lleva a cabo un examen coral de esta alternativa revolucionaria de construcción social y supuestamente democrática desde abajo. Si exceptuamos el pésimo capítulo de Toledano, las lecturas del fenómeno resultan muy prometedoras.
Jeanne Moisand, en Federación o muerte, ofrece un muy sugestivo análisis del cantón de Cartagena, con una explotación de nuevas fuentes y un enfoque atlántico en el que no están ausentes la Comuna parisina, el independentismo cubano y el republicanismo filipino.