Regresa Jesmyn Ward después de ganar su segundo National Book Award con La canción de los vivos y los muertos (2017), convirtiéndose junto a Colson Whitehead en referente mayúsculo de la narrativa afroamericana, y vuelve afilando el lápiz de su prosa lírica e hipnótica, la prosa que consigue que una historia tan parecida a la de su entrega anterior, de la que en el buen sentido es remedo, no resulte menos seductora. La joven Annis y su divina voz son el alma del relato que recoge el testigo de la lucha racial de su madre y de Mama Aza, a las que recuerda en un inicio brillante ("la primera arma que sostuve en la vida fue la mano de mi madre") y en un final que invoca a Caronte porque la última travesía siempre es la que se emprende en su barca inevitable.
En esta nueva odisea de una raza desheredada, que evoca el descensus ad inferos de la Divina comedia de Dante (muy visible en el título original, Let Us Descend) y su lasciate ogni speranza tanto como el via crucis de Cristo, sigue muy presente Faulkner y su estilo deliberadamente lírico hasta en su empeño de disponer la prosa como si de verso se tratara y de enaltecer las virtudes del ritmo y de la plasticidad, pero por encima de todo se hace presente la narrativa de Toni Morrison, con cuya novela Una bendición tiene esta que nos ocupa una deuda contraída así en la historia mítica de separación y esclavitud que cuenta como en la intensa relación maternofilial y en el virtuosismo de forma espacial de su prosa poética, nacido también de sus provechosas lecturas de El ruido y la furia y de ¡Absalón, Absalón!
"Quédate, dice el río./Te daría quietud./Los pulmones me palpitan./Te abrazaría siempre/...", "nos descubren en la oscuridad mojada", "espero a que sus ojos resbalen sobre mí como agua sobre una piedra lisa". Imágenes, versos, cánticos de góspel y sinestesias que resultan lenitivos ante la acritud de la historia de denuncia y de supervivencia que aquí se cuenta de la mano de una todopoderosa voz en primera persona cuyo avezado manejo del presente de indicativo parece servir a un diario en tiempo real, el cuaderno de bitácora que consigna un océano entero de emociones y que, en ocasiones, trae a la memoria aquellos mágicos monólogos de Las olas de Virginia Woolf.
Condenados a luchar por su quimérica libertad, caminan sin descanso asidos a sentimientos ancestrales, contemplando cómo "el cielo se ilumina de naranja y los insectos entonan un canto crepuscular", atravesando plantaciones inacabables, la silueta de los esclavos aherrojados y en hilera recortada ante un paisaje que ejerce de descomunal escenario para la representación de tantos y tan callados dramas íntimos, y unas tortas grasientas para mitigar el sufrimiento de la travesía. Es éste un nuevo relato de itinerancia y de supervivencia con la naturaleza honrando de nuevo la literatura norteamericana como lo ha hecho de Thoreau a McCarthy, la historia de una estirpe condenada también a demasiados años de infortunio, un drama humano apenas aliviado por la magia de la sensibilidad. Del imponente texto de Ward se desprende que sí habita la poesía en la épica, y que la oscuridad no radica tanto en la ausencia de luz en lo contemplado cuanto en la falta de luz con la que se contempla, y Annis, que confiesa saber que "la memoria del espíritu no es suficiente", nos enseña a ver el mundo iluminándolo con su anhelo de vida.