‘Hellen Keller ¿la mujer maravilla?’, una cautivadora obra sobre la ceguera, la izquierda y la fe

La compañía gallega Chévere combina la lengua de signos con la hablada en un espectáculo didáctico sobre la peripecia vital e intelectual y el compromiso político de la primera mujer sordociega en obtener un título universitario

Hacía mucho que no escuchaba un pateo en un teatro. El que despidió la representación de Helen Keller, ¿la mujer maravilla? del domingo pasado, fue ferviente: al público le cautivaron la historia y el desempeño de sus intérpretes. Su protagonista, nacida en Alabama, fue la primera mujer sordociega en obtener un grado universitario, en 1904. Un año antes escribió su autobiografía, traducida a 50 lenguas. Pronto los medios de comunicación la pusieron como ejemplo para las personas con discapacidad.

Este documental de Chévere, compañía compostelana amiga de meter el dedo en la llaga, pone en entredicho que Helen Keller sea un ejemplo imitable. Nacida en una familia muy bien relacionada, sus estudios fueron costeados por un financiero de la petrolera monopolística Standard Oil, al que conoció por intermedio de Mark Twain. Pocas personas afrontan la discapacidad en circunstancias tan favorables. Parte del gran público probablemente sepa cómo la niña sordociega adquirió el lenguaje gracias a El milagro de Ana Sullivan, película de Arthur Penn en la que Anne Bancroft y Patty Duke se fajan en un cuerpo a cuerpo formidable.

En Helen Keller, ¿la mujer maravilla?, dirigida por Xesús Ron, dos de las actrices conversan usando el sistema dactilológico, lenguaje originado en España a comienzos del siglo XVI, y la tercera nos traduce lo que dicen. También echan mano del Tadoma, otro método que Ana Sullivan utilizó en su ferviente relación con Helen. Para la mayor parte del público oyente, acercarse a este universo supone una sorpresa dentro de un misterio. Las tres coprotagonistas emplean la lengua de signos: Ángela Ibáñez como nativa; Chusa Pérez de Vallejo, en su calidad de intérprete con oficio, y Patricia de Lorenzo, como neófita. Las dos últimas narran a veces en voz alta lo que Ibáñez, actriz sorda, enuncia gestualmente, pero a menudo hay que seguirlo sobretitulado.

Los diálogos y los soliloquios se proyectan también en lengua de signos. Para las personas sordas debe ser gozoso seguir un espectáculo que se adentra en su mundo con voluntad tan decidida, a juzgar por los profusos aplausos mudos con los cuales acogieron su conclusión y por la manera en la que patearon la tarima: en otras ocasiones eso significa rechazo; en esta fue un modo de hacer llegar su entusiasmo a propios y extraños.

La función sigue la estructura un tanto mecánica de un tutorial o de un cuaderno didáctico donde de partida se expone la tesis que se viene a demostrar al cabo, la cual prefiero no desvelar. Su punto débil es el exceso de relato. De Lorenzo y Pérez de Vallejo (madre de la idea motriz de esta obra) son intérpretes con presencia, pero Ibáñez es un torbellino de gestualidad precisa. Mueve a voluntad músculos cuya existencia los demás ignoramos. Fue un Ricardo III prodigioso hace unos meses en este mismo teatro Valle-Inclán. Si revivieran Marcel Marceau o Chaplin, podría darles la réplica: es una lástima que, por estar pendientes de los sobretítulos, no podamos seguir su actuación a placer. Su alegato final contra la intervención de Estados Unidos en la I Guerra Mundial y su llamada a los obreros a evitar dar ese paso parecen una respuesta a los dirigentes que hoy llaman a prepararse para una contienda que a casi nadie conviene.

A esta Helen militante izquierdista, decidida y lúcida se le fue retirando la voz en su día, por razones obvias. Se pasa por alto en el montaje de Chévere que la fe de la protagonista en la doctrina de Emanuel Swedenborg, teósofo protestante, explica en buena medida la determinación con la que se condujo siempre, también en lo político.