Gérard Garouste (París, 1946) es artista visual: su obra ha sido exhibida en Berlín, París y Nueva York y actualmente puede verse en lugares tan importantes como la catedral de Évry, el palacio del Elíseo y el Teatro de la Ópera de Châtelet. Que sea reconocido como uno de los pintores más radicalmente originales del siglo XX —y distinguido con exposiciones individuales en sitios de la relevancia de la Fundación Cartier, el Museo Nacional de Arte Moderno de París y el Centro Pompidou— roza el milagro, y esto por dos razones. La primera, su clase social de pertenencia, que por entonces —y mucho más en la actualidad— determinaba que las personas como él, sin vínculos personales ni adhesiones evidentes, no tenían ningún derecho a aspirar a una carrera artística. La segunda razón, la enfermedad mental. Un día de verano, dejó a su mujer embarazada en casa de unos amigos y tomó un tren a París, donde se instaló en el Ritz con el dinero que les había robado a sus padres y destrozó una habitación. Estaba convencido de que debía tener una charla con un sacerdote. Como no dio con ninguno, se dirigió a un bar. Terminó en el hospital psiquiátrico de Villejuif.
"Viví aquella época como un viaje por una tierra extranjera", recuerda. Durante su internación, Garouste se las arregló para escapar en varias ocasiones; en una oportunidad, desnudo. Pasó los siguientes 10 años sumido en una depresión improductiva de la que lo sacaron dos acontecimientos, nuevamente, excepcionales. El primero fue el pedido de que decorase un nuevo club nocturno en París que se convertiría en el famoso Le Palace. El segundo parece aún más implausible: antes incluso de ver su obra, el galerista estadounidense Leo Castelli, uno de los mayores marchantes de la segunda mitad del siglo XX, decidió representarlo. Pero la obra visual de Garouste está demasiado anclada en su historia personal y en sus influencias —Dante, la Torá, Cervantes, el Talmud...— y es excesivamente celosa de sus secretos como para ser relevante en "una época débil, ebria de televisión, dinero y performances"; además, no es tan abundante como para que su creador pudiese aspirar a estar entre los artistas contemporáneos más solicitados. Peor: los episodios psicóticos continuaron produciéndose, y Garouste, como la mayor parte de las personas que padecen un trastorno psiquiátrico, vive con el temor permanente de volver a derrumbarse. La última vez lo internaron en el Hospital de Sainte-Anne, en París. Le dieron la habitación que perteneció al filósofo Louis Althusser.
"Las palabras para referirse a mí han ido variando según las épocas: me han llamado maniaco depresivo o bipolar... Un siglo antes, me habrían calificado simplemente de loco"
"Las palabras para referirse a mí han ido variando según las épocas: me han llamado maniaco depresivo o bipolar... Un siglo antes, me habrían calificado simplemente de loco", dice. Más y más frecuentemente, la desaparición o el fin del periodo de mayor actividad de la generación de los baby boomers nos confronta con relatos como El intranquilo, que clausuran una trayectoria y reflejan una época. No hay ninguna razón para evaluar estéticamente lo que es un simple asunto demográfico. Pero lo interesante de este muy buen libro es que expresa un cambio de paradigma. "Yo surgía de la nada. Mi familia roía los huesos de oscuros tabúes. El colegio no me había abierto ningún camino. No me habían transmitido nada", recuerda el autor. Lejos de quejarse, de permitirse y permitir a otros que lo viesen como una víctima, el sobreviviente de un trauma o de un trastorno, Garouste, creó. Sólo cuando pinta, dice, tiene la sensación de haber "entendido" y "hecho algo" con su vida. El final de su generación nos confrontará cada vez menos —de hecho, ya lo hace— con esa actitud, la de crear belleza partiendo de la fealdad más profunda y haciendo uso de ella.