Cuando estaba estudiando la preparatoria (por favor no empiecen a aullar, no hace mucho tiempo de eso, se los juro por el osito Bimbo) mi maestra Aída Ochoa, de Historia, nos encargó una composición sobre el tema de la independencia de México. Cuando le entregamos los escritos, los revisó y luego nos pidió a tres alumnos que pasáramos al frente a leerlos.
En mi composición, empezaba hablando del momento en que se declaraba la independencia del país y luego, mediante no recuerdo qué hilo de pensamientos, llegaba hasta a hablar de los políticos contemporáneos en ese momento y emitía un “yo acuso”.
Acusaba en general a aquellos políticos que abusaban de su posición y efectuaban actos deshonestos que perjudicaban al país o a sus comunidades.
Hablando de mi padre
Recuerdo que, en una parte de mi fogoso discurso, decía: “Mi padre también fue presidente municipal de esta ciudad, y aunque no sé cómo actuó como tal porque yo no había nacido, si él fue uno de esos políticos de los que hablo, también a él lo acuso”.
Cuando los tres alumnos terminamos de leer y nos sentamos, la maestra Aída nos felicitó y luego dijo: “Y quiero decirle a Chuy que yo sí supe cómo fue su padre como presidente y que no tiene nada de qué preocuparse ni avergonzarse. Su padre fue un hombre recto que buscó siempre la manera de ayudar a los demás y la gente lo quería mucho por esa razón”.
Lo que dijo después creo que ya no lo escuché porque mi corazón de joven estaba emocionado por lo que acababa de escuchar. Me di cuenta, tal vez por primera ocasión, de la fama que mi padre había dejado y de la cual él, en su sencillez, nunca nos había hablado a sus hijos.
Hablando de mi madre
En tiempos más recientes, hace unos cuatro años me tocó participar en la universidad en un curso de liderazgo transformacional, uno de esos cursos que rascan el alma. El instructor era un hombre de tipo militar que para efectos del curso así se comportaba y nosotros éramos como que sus soldados rasos.
Nos gritaba, nos confrontaba, en momentos nos ridiculizaba y a nosotros ya nos andaba. Ah, qué pelado tan rudo era aquel.
En una de las dinámicas nos preguntó nuestro nombre. Cuando le dije el mío hizo una pausa y luego me preguntó, todavía con su voz de general: “¿Es usted algo de la profesora Tárrega?” “S-s-su hijo” le respondí temiendo lo peor (“si lo reprobó soy hombre muerto” pensé).
El hombre se quedó unos segundos pensando y entonces pude percibir, por única ocasión en todo el curso, un destello de emoción en su mirada y en su voz cuando me dijo: “Quiero decirle que tiene una de las mejores mamás del mundo. Ella marcó una honda huella en mi vida cuando fui su alumno en la secundaria”.
Lo que dijo después creo que ya no lo escuché porque mi corazón de adulto estaba emocionado por lo que acababa de escuchar. Me di cuenta, por enésima ocasión, de la fama que mi madre había dejado y de la cual ella, en su sencillez, nunca nos habló a sus hijos.
Rebasar y trascender
Nuestra fama (buena o mala) nos rebasa y nos trasciende.
Nos rebasa porque, aunque no hablemos de ella, tarde o temprano aflorará.
Nos trasciende porque, aun cuando ya hayamos dejado este mundo, nuestra fama sigue circulando. Eso lo aprendí con esas dos experiencias que relato.
Cada día, con cada acción que realizamos, con cada palabra que expresamos, con cada decisión que tomamos, agregamos un ladrillo al edificio de nuestra fama. Lo más probable es que esa fama no llegue a salir en las revistas de espectáculos, pero emergerá, tarde o temprano, en un lugar más importante: en la vida de nuestros hijos y nuestros seres queridos. ¿Cómo se sentirán ellos cuando eso ocurra? El visualizar ese momento nos puede ayudar a poner más interés en la fama que estamos edificando, así que, en esta ocasión, te dejo sólo un deseo:
Que la fama que dejes sea como una de esas estrellas fugaces que surcan a veces el firmamento: Que aparece ocasionalmente, pero cuando lo hace, llena de regocijo el corazón.