“He hecho una lista de preguntas / cuyas respuestas ya no alcanzaré a saber, / porque es demasiado pronto para ello, / o porque seré incapaz de entenderlas”. Con estos versos de Wislawa Szymborska abre la escritora y periodista Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935) su segundo libro de memorias. Si en la primera entrega, en De cómo recibí mi herencia, armaba el puzle de los últimos días de sus padres y de su infancia como hija de judíos ucranios en el Nueva York de los cuarenta, aquí, en Extraños en la casa, revisita su juventud y sus años de madurez. Y lo hace bajo el espíritu de esos versos de la poeta polaca que funcionan en estas páginas más como advertencia que como verso. Son la antesala perfecta para unas memorias que, despojadas de conclusiones, pasajes moralizantes o legados, se centran en la singular mirada de Gallagher.
Cuenta Flannery O’Connor en El arte de escribir cuentos que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música, y ese aprendizaje convertido en lección de vida es el que hilvana todos los textos que forman parte de este tapiz memorístico que es Extraños en la casa.
De hecho, los pasajes de estas inusuales memorias podrían ser relatos de no ficción leídos por separado, sin atisbo de unión entre ellos, si no fuera por esa mirada sagaz, irónica, pero también dotada de una profunda empatía y sensibilidad, que es marca de la casa de Gallagher, y que repasa temas que van desde los primeros desengaños amorosos al final de su matrimonio, del seguimiento de un juicio al rompecabezas de un misterioso asesinato, de la inconsistencia de determinados vínculos a la injusticia de nacer en un determinado lugar.
Casi como si fuera un resumen de su propio libro, escribe: “¡Oh, Dios mío, los temas con los que tropiezas al intentar sobrellevar el día. Confianza, traición, clase, hipocresía, amor, odio, codicia, enfermedad, salud. Solo falta Guerra y paz”.
Recordar es, en realidad, una tarea de amor, como muestra en el relato que dedica a su marido, Ben Sonnenberg, editor de la desaparecida revista Grand Street, que padeció esclerosis múltiple.
Este texto es, además, especialmente interesante debido al manejo del paso del tiempo, que Gallagher despliega aquí como un acordeón: “Un día, atiborrado de esteroides, bajó corriendo las escaleras del metro y se partió una pierna. Empezó a usar bastón; después, dos bastones, un andador.
Al final se desplazaba en una silla motorizada, y desde entonces ya no se levantó más”, y la vincula con aquel relato fabuloso de Grace Paley llamado Deseos.
Sin embargo, recordar es también un arma de doble filo, puesto que, a Gallagher, volver a pasar por el corazón le sirve asimismo para ajustar cuentas con examigos, exasistentes, un expsiquiatra con quien termina acostándose y, en definitiva, también con la persona que fue en los distintos momentos de su vida. Porque si existe un dilema central en estas páginas es el de la libertad, la cuestión de cómo ser libre siendo heredera de ese mundo desaparecido que sus padres cargaban sobre sus espaldas.
Quién sabe si tal vez Gallagher habría llegado a la vida antes de tiempo: “Echando la vista atrás, me doy cuenta de que me había adelantado al cambio social. Apenas unos años después, una chica de 19 años —hecha un lío, intratable, deprimida, promiscua a su pesar— sería engullida por una cultura y por una causa…”.
Inventar la realidad es la auténtica tarea de la literatura, y estos pequeños relatos fragmentarios, que dialogan con esa Nueva York de Apegos feroces, de Vivian Gornick, o la ciudad efervescente que habita las hilarantes crónicas de Nora Ephron, termina conformando un retrato poliédrico, pero, sobre todo, inacabado, de una mujer escurridiza.
Resulta inspirador que cada capítulo esté separado del siguiente por una fotografía para la que solo en algunos casos existe una explicación. Sospecho que, al final, aquella mítica sentencia de Diane Arbus que dice: “Una fotografía es un secreto sobre un secreto, cuanto más te cuenta menos sabes”, podría aplicarse especialmente a los textos.