El Caribe ha vivido a menudo una historia de confusión y malinterpretación. Se ha percibido desde el exterior a través de una mirada colonial, representada en el conquistador que llegó a las islas enfundado con casco y armadura y se adentró en un mundo exótico. Supone abrazar la sexualización, el capitalismo voraz, el resort todo incluido, los barriles de petróleo y las tormentas tropicales como forma de aproximarse a este mundo enigmático. El Caribe como objeto de deseo, de dominación, sigue latente en el corazón del hombre blanco occidental. Se olvida que este es un universo cambiante y flotante y que se trata más de una construcción mental que de una región en concreto dibujada en un mapa. En realidad, vive incrustado en un estudio de una habitación en Nueva York, en la cocina de un Five Guys, en un ordenador conectado al wifi desde la selva, en la tienda de electrónica de un indio que habla inglés descendiente de una familia que lleva siglos viviendo ahí o en el reguetón. El Caribe baña un territorio sin muros que en los últimos años trata de adquirir un nuevo significado y desempolvarse de esa cosificación que ha creado incluso una autopercepción accidentada.
Su historia también la cruza el desarraigo, la diáspora, el exilio forzado o elegido. Un constante cambio, movimiento y desplazamiento. El pintor Freddy Rodríguez nació en 1945 en Santiago de los Caballeros, República Dominicana, y se exilió a Nueva York huyendo de Rafael Leónidas Trujillo, ese dictador exagerado y sanguinario que acabó enterrado en el cementerio de Mingorrubio, en Madrid, donde le acompaña ahora el cadáver, o lo que queda de él, de Francisco Franco Bahamonde. Rodríguez, que murió en Queens a los 76 años a causa de la enfermedad de Lou Gehring, parecía que había aterrizado en Marte. La escena cultural dominante apenas prestaba atención a los latinoamericanos. Él comenzó, muy joven, pintando rascacielos de Manhattan en la hora de comer del trabajo que le aseguraba el pan. Cultivó otros géneros como el collage y la escultura, utilizaba metal con lienzo, tierra, vidrio, aserrín. Pero su verdadero amor fue la abstracción geométrica.
- En su periodo de madurez regresó a los temas del Caribe con un punto de referencia inevitable, la colonización. No obvió la experiencia inmigrante, la tensión de llegar a un lugar extraño con tus costumbres a cuestas, ni los escándalos sexuales de la iglesia católica. Expresó el racismo que sufrió a través del color y las formas. Rindió homenaje a los vivos, también a los muertos. Levantó un monumento al aire libre para recordar a los fallecidos en un accidente de avión de American Airlines, con destino República Dominicana, ocurrido nada más despegar del JFK. Ahí sigue, un muro curvado en el que están grabados los nombres de las víctimas. Cuando fue él a quien le llegó la hora, Rodríguez fue considerado por los críticos como un artista estadounidense, esa especie de visa que se otorga al talento pero se escamotea a la cotidianidad.
Sin embargo, su marco mental, su personalidad, descansó en la idea Caribe. Su obra representa ese trasiego incesante de humanidad y objetos, y por eso forma parte del programa La orilla, la marea y la corriente: un Caribe oceánico, que se exhibirá en la edición de este año en Arco, la feria de arte contemporáneo de Madrid. La exposición la comisionan Sarah Hermann, curadora e historiadora, y Carla Acevedo-Yates, comisaria del Museum of Contemporary Art Chicago (MCA). Ambas hablan con mucho entusiasmo de Freddy Rodríguez.
Y no es que se centren solo en el Caribe hispanohablante, esa idea preconcebida, sino que abarcan artistas como Gaëlle Choisne, que vive en París, de madre haitiana, o el belga-beninés nacido en Puerto Príncipe Adler Guerrier. En todo resumen hay un reduccionismo, pero la intención de esta muestra, desde el nombre, propone liberarnos de prejuzgar y dejar de buscar palmeras, bikinis, gallos decapitados. "Hablamos de un mar oceánico y ese mar refuta lo fragmentado, lo desconectado, el concepto insular que siempre se le ha dado al Caribe como espacio. Es una de las maneras que hemos encontrado para comunicar esto", explica Hermann por videollamada.
A la conversación se ha unido Acevedo-Yates, rígida en la silla. Las lógicas son legados coloniales, explica. La poesía y la poética han ayudado a desafiar las formas y las estructura que vienen de los imperios dominantes a lo largo de los siglos.
Somos otro Occidente, añade Hermann, que la historia del arte, tal y como está contada, no ha colaborado a la comprensión de las culturas no europeas. Las dos coinciden en que esto no puede llevar a escribir una lista de agravios y actuar de plañideros. Pero tampoco describir esta realidad desde lo mágico, lo maravilloso, lo extraordinario, los hombres que se convierten en animales, como contaba Alejo Carpentier. Claro que esta idea también se relaciona de forma directa con lo que un niño, que dormía en un colchón junto a la cama de su abuelo, concibió en su cabeza y esparció por el mundo con sus libros. Gabriel García Márquez contribuyó a lo real maravilloso del Caribe y a su popularización.
De esa forma intuitiva también se desplegaron los artistas haitianos, de los que hay referencias en los libros de texto, pero también grandes agujeros de comprensión, puntos ciegos.
'Maniel 01' (2021), obra de Engel Leonardo.