La gente tiene idealizado el trabajo de librero. Piensan que los libreros se pasan el día leyendo (e incluso que han leído todos los libros que recomiendan). Una vez una señora me dijo: "Qué suerte, una persona tan joven como tú, y aquí leyendo todo el día". A mí me gustó el elogio porque entonces estaba a punto de cumplir 40 años, pero aquella simpática lectora se sintió estafada cuando le comenté que, por lo común, un librero no tiene tiempo de leer: pide novedades, coloca novedades, devuelve novedades. Y es éste un malentendido que comparten incluso algunos propietarios de grandes librerías. Durante los muchos años que trabajé en este oficio me encontré con más de un jefe que, cada vez que llamaba a la librería, lo hacía con la sospecha de descubrirnos en flagrante delito de lectura. No es así, aclarémoslo: un librero es más parecido a un psicopompo, aquel que ayuda a cruzar a las almas de este mundo hasta el reino de los muertos; en este caso el de las devoluciones a las distribuidoras. El librero conoce la exacta temporalidad de un libro. La brevedad de la fama. Es a la vez un entusiasta y un descreído.
Hace unos años me pidieron unas reflexiones sobre mi experiencia en la Feria del Libro de Madrid. Era mi octavo año allí y había hecho de todo en pequeñas editoriales o en grandes librerías. Aprendí algo esencial: que en un mundo que sospecha del principio de autoridad, y donde la crítica literaria (a la que me dedico) ha perdido fuelle y vigencia, seguimos confiando en los libreros. Y me gusta pensar que los mejores críticos literarios que he conocido eran libreros; y también los mejores editores.
Alana S. Portero empieza a sonar como fenómeno editorial por ´La mala costumbre´, pero yo la recuerdo, hace una década, cargando cajas de libros hasta alcanzar el summum de esta profesión: desprenderse del ego
¿Y los escritores? Solemos pensar que los escritores de la Feria son aquellos que convocan largas colas en sus firmas. Pero a veces, escritor es aquel que coloca las pilas de esos libros que otro, quizá un ratón de felpa, firmará. Sí, algunos de los escritores más brillantes que he conocido han trabajado durante muchos años en la Feria, como de incógnito. Alana S. Portero empieza a sonar como fenómeno editorial por La mala costumbre (Seix Barral) y yo la recuerdo, hace una década, cargando cajas y cajas de libros (firmas, reemplazos, devoluciones) hasta alcanzar el summum de esta profesión: desprenderse del ego.
Si a todos nos obligaran a ser libreros, cuántos libros de autoayuda nos ahorraríamos. Es un oficio que protege cierta salud mental en un mundo que, por lo demás, propicia nuestra falta de autoestima, la envidia y la soberbia. Y aquí va una recomendación seria y meditada: una ayuda institucional, a ser posible bien pagada, para que escritores realicen unas prácticas en las librerías de la Feria del Libro de Madrid. En cada feria, grande o pequeña, de cada rincón de este país. Repito: prácticas de librero, pero bien pagadas. Y eso que ganaría la literatura.