La femme fatale tiene el don de arruinar la existencia de todo aquel que se atreva a amarla. De la Helena de Troya homérica y la Eva bíblica a la Lolita de Nabokov y las múltiples reencarnaciones de este mito en el cine, la historia de la literatura y la del arte están llenas de mujeres que provocaron la perdición de los hombres que cometieron la imprudencia de desearlas, condenados a perder la cordura, la fortuna y, algunas veces, la vida. Aunque un análisis detallado de esta inoxidable figura despierta ciertas dudas sobre su realismo.
¿Y si, más que una fatalidad propia de las mujeres, este estereotipo revelase una concepción funesta del deseo por parte de los hombres, un esfuerzo por controlar a aquellas que no lograban someter a sus voluntades, un reflejo del pavor histórico que muchos han sentido ante la posibilidad de que se liberasen?
HOMBRES FATALESEsa es la tesis en la que se fundamenta el ensayo Hombres fatales (Acantilado), debut de la filósofa Elisenda Julibert (Barcelona, 48 años) tras una larga trayectoria como editora en varios sellos.
“A lo largo de muchos años de lecturas, me di cuenta de que la femme fatale no tenía unos rasgos fijos, más allá de su carácter aciago. Era rubia o morena, fría o cálida, sincera o mentirosa, tímida o decidida, fogosa o frígida.
En realidad, es tan diversa y cambiante como el deseo de quienes imaginaron esos personajes”, afirma la autora en una terraza del Eixample barcelonés. Es decir, que su carácter era ilusorio, producto de las fantasías y de las frustraciones de los escritores que las describieron. Tras una ruptura sentimental en la que no se sintió tratada con justicia, Julibert decidió invertir aquella máxima de Alejandro Dumas: “Cherchez la femme”.
- Es decir, “busquen a la mujer”: la clave para entender cualquier dificultad en la que se vea envuelto un hombre siempre es la intervención de una mujer pérfida.
La autora, en cambio, sospechaba que para entender esta proliferación de amores fatales en la literatura de los últimos dos siglos había que perseguir, más bien, al varón.
Esta historia cultural de la mujer fatal como chivo expiatorio empieza con Susana y los viejos (1610), el cuadro de Artemisia Gentileschi que reinterpretaba el relato bíblico sobre dos ancianos fascinados por una joven desnuda.
Representado hasta la saciedad e interpretado como una parábola sobre el poder arrollador de la belleza, cobraba un cariz distinto en el lienzo de Gentileschi.
“Había visto decenas de cuadros sobre esta historia, pero con su versión entendí que describía un abuso de poder y un intento de violación”, afirma Julibert, que asegura que la artista forzó la identificación del espectador con su protagonista, como sucedía en la pintura religiosa en torno a la figura de Jesucristo.
En su día, Nabokov dejó claro que Lolita no era una mujer fatal: “No es una niña perversa, es una pobre niña. Es la imaginación del triste sátiro la que convierte en criatura mágica a esa colegiala tan banal”
Su ensayo aspira a imponer un cambio parecido de perspectiva a través de dos pares de ejemplos que dialogan entre sí.
El primero es una comparación entre Carmen, “la madre de todas las mujeres fatales modernas”, y la Lolita de Nabokov. La historia de la gitana española imaginada por Mérimée —y luego adaptada a la ópera por Bizet en 1875— estaba narrada, en realidad, por Don José, que intentaba convencer al auditorio para que lo absolviera.
“Su punto de vista sobre esa parasitaria vampiresa de lubricidad insaciable está un poco sesgado”, ironiza Julibert. Por su parte, Lolita puede entenderse como un espejo deformante de Carmen, al ser “un homenaje y una crítica” del original de Mérimée, según la autora.
De nuevo, el narrador es un hombre acusado que intenta convencer al lector de su inocencia y acusa a una mujer que lo ha seducido con malas artes. Solo que, esta vez, en versión pasada de vueltas: él es un ser enloquecido y ella, una niña de 12 años.
“Es una relectura de Carmen en versión grotesca y desmadrada, pero también muy sutil. Tuve que leer Lolita tres veces para entender su carácter paródico”, dice la autora.
Las adaptaciones cinematográficas del texto, romantizadas y un tanto descafeinadas, han mitigado esa dimensión cáustica, aunque Nabokov nunca dejó lugar a la duda. “Lolita no es una niña perversa, es una pobre niña”, dijo en su mítica entrevista en el programa francés Apostrophes en 1975.
“Es la imaginación del triste sátiro la que convierte en una criatura mágica a esa colegiala tan banal y normal. Fuera de la mirada maniaca de Humbert no existe la nínfula”.
La otra pareja de ejemplos lleva a Julibert a enfrentar a Hitchcock con Buñuel. En Vértigo, el romance necrófilo del primero, y en Ese oscuro objeto del deseo, testamento fílmico del segundo, ambos desdoblaron a sus personajes femeninos para subrayar su carácter fantasmagórico.
Kim Novak interpretó a la vez a Madeleine y a Judy para dejar claro que esa mujer no era del todo real, sino fruto de la mente torturada del protagonista, que en la novela De entre los muertos, de Boileau-Narcejac, en la que se basó la película, era un treintañero virgen.
Buñuel hizo algo parecido: escogió a dos actrices, Ángela Molina y Carole Bouquet, para interpretar a un solo personaje, el de la joven sevillana Conchita. La ofuscada mirada de Mathieu, el patán al que interpretaba Fernando Rey, era el filtro para observarla.
Lacan creía que la causa de los celos no es la traición del ser amado, sino un masoquismo gozoso que se alimenta de nuestros miedos e inseguridades. En literatura, uno de los primeros en dejarlo claro fue Proust, que puso por escrito que el origen de la fatalidad amorosa nunca era el objeto (Albertine), sino el sujeto (el narrador y, por extensión, él mismo).
El libro de Julibert termina con dos contrapuntos. Primero, el de Flaubert, que en Bouvard y Pécuchet plantea una parábola sobre el amor a través de un relato donde las mujeres fatales brillan por su ausencia, algo inhabitual en su siglo: los dos hombres protagonistas viven una relación envuelta en un deseo no erótico, pero tal vez más saludable.
“En el contexto de la literatura sentimental del siglo XIX, que cargó tanto las tintas sobre lo apasionado y lo fatídico, Flaubert presenta como una gran liberación un amor que no incurra en esos vicios”, interpreta Julibert sobre esa apología flaubertiana “del matrimonio aburrido”.
El segundo ejemplo es Con faldas y a lo loco, donde los protagonistas descubren que el personaje de Marilyn Monroe no tiene nada de una devorahombres: es, en realidad, una chica dulce, vulnerable y desgraciada respecto a la que sienten empatía. Y lo consiguen solo al travestirse de mujeres, lo que les da acceso a una realidad ante la que estaban ciegos.
Dominique Swain y Jeremy Irons, en ‘Lolita’ (1997), de Adrian Lyne.