Navegamos en una época en la que un periódico puede leerse como un inventario de calamidades. Desde las profundidades de la era del Antropoceno se escuchan los estertores del capitalismo. Los recursos se agotan, se extinguen las especies, proliferan los virus, los desastres supuestamente naturales se solapan con las crisis económicas y políticas, la tecnología nos vigila, estallan las guerras.
ALTERNATIVAS INADVERTIDASDe todas las esquinas de un mundo global, desde diferentes disciplinas, activistas, filósofos y artistas buscan alternativas inadvertidas hasta ahora en los espacios liminares.
Los postulados del humanismo ilustrado, ese que puso al hombre y su razón como medida de todas las cosas —y que con hombre se refería, al pie de la letra, al varón, amén de blanco, heterosexual y occidental—, llevan décadas siendo refutados por un método de pensamiento cruzado (la famosa interseccionalidad): una mirada feminista, queer y trans, antirracista, anticolonialista.
Las taxonomías binarias desde las que (nos) hemos explicado la realidad, la oposición entre femenino y masculino, persona y animal, biología y tecnología, se desmoronan.
Se buscan nuevas definiciones para la vida, lo natural, lo humano. Todo esto lo cuentan los libros, lo enseñan las películas. Y, quizá por encima de todo, lo demuestran las obras de arte.
El posthumanismo hunde sus raíces en Nietzsche y su rastro se extiende hasta pensadores como Jacques Derrida y Donna Haraway, autora del Manifiesto Cíborg (1985), un alegato por la hibridez. Tal como lo plantea una de sus principales teóricas en la actualidad, la profesora italoaustraliana Rosi Braidotti, se sustenta en la convicción de que la aparente dicotomía naturaleza-cultura es en realidad un continuo.
La autora acaba de publicar Feminismo posthumano, la última entrega de una trilogía conformada por Lo posthumano (2015) y El conocimiento posthumano (2020), todos en Gedisa, donde argumenta que el feminismo, en particular vertientes como la indígena, debe considerarse precursor y contenedor de los principios posthumanistas.
Más que sentar dogmas, sus ensayos constituyen un catálogo de propuestas comunes. También ofrecen un listado de ejemplos a través del arte y la cultura, desde el (mal) referente de las innumerables películas de desastres y robots asesinos (“que solo consiguen hacer dinero y deprimir a la gente”) al papel simbólico de una estrella como Lady Gaga, emblema de un feminismo emanado del materialismo pop que desafía “las normas de género y sus cánones del decoro”.
Para Braidotti, que lleva “15 años viendo emerger la cuestión de lo posthumano en la cultura y los medios”, la actividad cultural representa “la vanguardia de lo que la gente hace en la vida real”.
De ahí que resulte un elemento crucial para ilustrar su pensamiento. “Pero mi decisión de mirar al arte y la cultura, al mundo real, me mantiene en lucha con la pureza de la disciplina, que considero muy patriarcal, autoritaria y masculina”, asegura.
En la avanzadilla de esa avanzadilla, las artes visuales suelen marchar un paso o dos por delante. Prospectan el terreno, brujulean y, en ocasiones, dan con un camino.
Para muestra, la de la Bienal de Venecia de este año, titulada The Milk of Dreams y comisariada por Cecilia Alemani, donde las artistas participantes —la práctica totalidad son mujeres y disidentes de género— despliegan una panoplia de creaciones articuladas en torno a tres pilares temáticos construidos, justamente, sobre las teorías de Braidotti: el sentido del cuerpo y su capacidad de transformación; las relaciones con la tecnología y la conexión con la naturaleza.
“Cuando empecé a hacer visitas a estudios de artistas, vi que muchos abordaban la noción de lo humano”, comenta la comisaria sobre el germen del proyecto, abierto hasta el 27 de noviembre, y que cuenta con un antecedente en la Bienal de 1992, titulada, precisamente, Post-human.
“Pero la verdadera revelación llegó con la pandemia, cuando quedó patente que estas teorías se están haciendo realidad, que verdaderamente necesitamos imaginar otras jerarquías”.
La artista Lynn Hershman Leeson lleva décadas experimentando con el cíborg, ese ser nacido del matrimonio del humano y la máquina. Sus filmes, que hablan de mujeres ciegas que consiguen percibir imágenes por medio de un ordenador y de individuos que se transforman en sus propios datos (Seduction of a Cyborg; Logic Paralyzes the Heart), conviven en The Milk of Dreams con obras como To See the Earth before the End of the World, instalación donde Precious Okoyomon representa la invasión colonialista de la naturaleza a través de figuras esculpidas en plantas; y la videoinstalación The Severed Tail, de Marianna Simnett, protagonizada por criaturas con rasgos animales y humanos que recuerdan a las quimeras de La isla del doctor Moreau.
Entre las muchas irradiaciones del posthumanismo, si hay una idea que se impone sobre las otras entre los artistas de la Bienal, apunta Alemani, es la de que “nuestra concepción del cuerpo humano se desmorona”.
Y si hay un pensador paradigmático en ese campo, ese es Paul B. Preciado. En Dysphoria mundi (Anagrama, 2022), argumenta que, para él, la condición transgénero no tiene que ver con la disforia —considerada un trastorno psiquiátrico—, sino con una forma de disidencia contra el sistema “petrosexorracial”. “No somos simples testigos de lo que ocurre. Somos los cuerpos a través de los que la mutación llega para quedarse”, declara en el ensayo.
“La pregunta ya no es quiénes somos, sino en qué vamos a convertirnos”. Cuando Wynnie Mynerva, artista de género no binario y sensación del último Arco, se cosió la vagina para “ganar libertad” y mostró la operación en un vídeo, estaba canalizando esas ideas por medio del arte.
Lynn Hershman Leeson, ‘QR Identity Finder’.