El punto débil de la democracia

En su novela ‘Queridos niños’, David Trueba satiriza el mundo de la política

Empezaremos por aquella mañana en Zaragoza. El salón del Gran Hotel, gélido, impersonal. La sala bajo la luz fría, más apropiada para una autopsia que para una presentación en sociedad. Nuestro paisaje, Amelia, ahora lo pienso, fueron salas de espera, salas de reuniones, salas de convenciones, salas de banquetes, salas multiusos que de querer servir para todo no sirven para nada.

Yo te observaba en Zaragoza cuando desvelaste el cartel electoral ante la prensa. Los chicos de imagen lo habían tapado con una tela azul que te llevaste en la mano y luego no sabías qué hacer con ella, con la tela azul. Y allí, delante, tu foto impresa en el papel cartón sobre el caballete, retocadas las facciones hasta hacer desaparecer cualquier arruga y por tanto cualquier rasgo. Con tanta sinceridad que hay en una cara, los diseñadores habían preferido difuminarte las facciones y aclararte el color de ojos.

Lo hacen al modo de las portadas de revista porque la gente le ha cogido miedo a mostrar cualquier imperfección. Por eso me gustaba estar gordo. Era la primera demostración de carácter. Lo de mi tripa de Buda lo dijo Carlota. Pero no era una tripa, era una personalidad. ¿A que tú supiste verlo?

–Tú, con tu tripa de Buda, Basilio.

–Ciento diecinueve kilos no se logran sin esfuerzo –os advertí, para que no se tomara mi gordura por un síntoma de abandono sino de firmeza.

Yo tuve que enfrentarme a todas las dietas, a la dictadura flaca, a los gimnasios de tortura y a las tropas trotonas. Yo me esforcé para no estar en forma, fui un insumiso a la ropa de deporte y a la vulgaridad de un mundo a régimen. 119 kilos eran mi desafío al valor ese tan supremo y memo de la salud. Pero si a todos nos van a asesinar tarde o temprano sin importar demasiado la dieta que sigamos. Decir «hasta mañana» cada noche es un síntoma de autoconfianza excesivo. En mi entierro, guarden la piedad para los porteadores del ataúd, que se quebrarán el espinazo, que se jodan por participar en ese rito infame. Los países que honran con tanta pompa fúnebre a los muertos lo hacen para lavar su culpa por el trato que dan a los vivos. Si el mundo fuera decente, iríamos a morirnos a un barranco y nos dejaríamos caer sin ceremonia.

Estar gordo es rebelarse contra el futuro flaco que nos espera. Un futuro en chándal. También llevo gafas, ahora que tantos andan operándose las dioptrías. Y no me importó quedarme algo calvo, esas entradas que me han ampliado la frente como se amplían las pistas de un aeropuerto. La última vez que volé desde Estambul el avión venía repleto de tipos con la cabeza regada de pelos recién implantados y sus calvas, que tanto les avergonzaban, cubiertas de alcohol yodado. En el futuro no habrá calvos, pensé. Estará prohibido tener defectos físicos. Ser guapo será un derecho humano que se exigirá en masivas manifestaciones frente a la sede del gobierno. ¡Todos somos guapos! Je suis Brad Pitt! Esa es nuestra democracia de foto retocada, de filtro embellecedor, de serie juvenil. Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo. ¿Te dije eso alguna vez? Sí, sí, en alguna ciudad te lo dije.

–Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo. Y tú me respondiste, con esa media sonrisa que concedías cuando lo que escuchabas te divertía pero te asustaba al mismo tiempo:

–Me gusta tu maldad, Basilio, porque es gratuita.

Pero no era gratuita. La puse a tu disposición por un módico sueldo. Aunque al hacerme la propuesta te respondí con música. Me puse a cantar. Tú me dijiste quiero que trabajes conmigo en la campaña, y yo me puse a cantar.

–Io non voglio più servir, no, no, no, no, no, no. Io non voglio più servir!

Una carcajada entre dos personas es mucho más vinculante que un apretón de manos, que cualquier contrato

Rompiste a reír, eso no te lo esperabas. Una carcajada entre dos personas es mucho más vinculante que un apretón de manos, que cualquier contrato. Puede que de esa carcajada naciera una afinidad, esa afinidad que percibí entre nosotros. ¿Me equivoco, Amelia? Dime si miento cuando hablo de ese vínculo natural que nos unía. Por ejemplo, la dificultad para entendernos con los jóvenes. Ya no compartíamos los referentes ni los intereses ni las ambiciones. Lo comentamos en alguna ocasión. Ese silencio en las comidas cuando comprendes que nada de lo que ellos andan diciendo te importa un comino y nada de lo que tú puedas decir les atañe a ellos. A mis cincuenta y cuatro años no es que fuera a morirme de viejo, pero uno percibe que pertenece a un mundo antiguo, a un tiempo reñido con el hoy. Y tú, con sesenta y dos, pese a la espléndida madurez que exhibías, también andabas de puntillas por el presente, como si no te correspondiera del todo estar allí. Me gustó tu prisa cuando me llamaste por teléfono para la primera cita.