Fue Harold Bloom, gran intérprete del canon intelectual de Occidente, quien dictaminó que Montaigne era lo más parecido a un Sigmund Freud de su época, como si los famosos Ensayos fuesen precursores tempranos del psicoanálisis.
RESEÑAAbundando en la afirmación, supiera de ella o no, Mariano Sigman viene a predicar en su nuevo libro que la mejor manera de acceder al conocimiento es la introspección y el diálogo, lo que pone de relieve el poder de las palabras, capaces no solo de describir el mundo sino también de crearlo. Así se afirma además en la primera línea del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo… y el Verbo era Dios”.
Sin necesidad de adentrarse en semejantes vericuetos Sigman se interroga sobre “cómo apelar a la razón en el mundo impulsivo de las emociones” y reconoce haber encontrado la solución en El arte de conversar, el más célebre de los ensayos del citado filósofo francés.
Pero él no es un taciturno noble encerrado en su castillo como Montaigne, sino un argentino universal, doctor en neurociencia graduado en Nueva York, dedicado durante años a la investigación sobre el cerebro humano y la experimentación sobre su comportamiento.
El libro es un homenaje a las palabras, cuyo uso es el mejor sistema para mejorar nuestras vidas, pero acude también a los trucos visuales del cómic, incorpora jeroglíficos sin aparente solución, y entretiene al lector recurriendo a la teoría de los juegos, y aun abusando de ellos.
No es un texto que invite a leerse de corrido, sino más bien una experiencia que empezó con ánimo divulgativo y acabó por convertirse en una indagación del autor sobre sí mismo. Hay espacio también para alguna aproximación a la política, cuando pone de relieve que la polarización es fruto de las malas conversaciones. A saber, aquellas en las que participan muchos, pero hablan pocos y nadie escucha, porque se lleva a cabo no con voluntad de aprender sino de convencer. La polarización nos lleva a la locura colectiva y a despreciar el papel de las minorías sociales.
En cambio, las conversaciones buenas, entre un grupo limitado en el que todos hablan y escuchan, generan consensos y engendran una especie de sabiduría colectiva. Junto a los monigotes de cómic que explican y resumen estas observaciones cada capítulo comienza con una hoja de ruta y termina con otra de ejercicios.
Esta se derrumba además aparatosamente por la utilización del voseo pronominal y flexivo (”aprendé a dialogar con vos”), en homenaje al argentino que todos llevamos dentro. Semejantes trucos convierten la obra en un juego o en un entretenimiento sin desmerecer por ello la calidad intelectual y el valor de sus reflexiones.
- El libro se cierra con una conclusión que constituye la columna vertebral de su mensaje: la mejor forma de aprender a pensar es hablar con los otros, haciendo de la conversación “un proceso mutuo de descubrimiento. Hablar para comprender, no para convencer”.
La mejor forma de aprender es hablar, haciendo de la conversación “un proceso mutuo de descubrimiento”
Añadiré que para que dialogar suponga un éxito conviene hacerlo utilizando un lenguaje adecuado, un idioma sin manchas, como lo bautiza Ramón Alemán en su reciente obra en la que recorre “cien caminos en busca del español correcto”.
Esta es de nuevo una entrega entretenida que debe y puede leerse a pequeños bocados y en la que de nuevo late un deseo de divulgación, pero también de educación. No es una aportación intelectual del calibre de la de Sigman, pero alienta una meditación útil sobre la necesaria unidad de nuestro idioma, hablado ya por cerca de 500 millones de mortales.
La ortografía, la lengua y la gramática son los protagonistas de sus páginas y en conjunto forman un vademécum de uso que aclara dudas y descubre misterios sobre lo que es el principio de toda nuestra Historia: la palabra.
Pese al rango superior que los libros sagrados le otorgan, la palabra no ha gozado siempre de buena prensa. Volviendo a Montaigne, a cuya autoridad acude repetidamente Mariano Sigman, descubrimos dos desacuerdos patentes entre ellos. Por un lado, su relación con la soledad.
“Estar solo es no tener con quien hablar”, señala el neurólogo, la soledad degrada; mientras que para el filósofo es un momento de plenitud, que le permite hablar consigo mismo. Por otra parte, escribe así sobre la vanidad de las palabras: “Oír decir metonimia, metáfora, alegoría, y análogos nombres de la gramática, ¿no hace pensar que significa alguna forma de lenguaje raro y peregrino? Sin embargo, son términos que se refieren a la cháchara de nuestra moza de servicio”.
El libro de Ramón Alemán aborda un empeño democratizador del castellano, muchas veces más correcto en el uso por cualquier campesina salvadoreña que el empleado por ilustres profesores patrios, acostumbrados como estamos los españoles a hablar golpeado y abusar de términos soeces.
Shakespeare puso en boca de Hamlet parecido desprecio por la retórica al que enfatizó Montaigne: “¡Palabras, palabras, palabras!”, responde a Leoncio cuando le interroga sobre sus lecturas.
Pues nada más y nada menos que palabras nos regalan estos dos libros: palabras que sanan, palabras que crean y palabras que enseñan.