En los últimos cinco años, en América Latina ha habido por lo menos veinte protestas ciudadanas de gran envergadura. Esperanzadoras y creativas, pero también fuertes y rabiosas. Algunas duraron varios meses, como en Venezuela en 2017, en Chile a fines de 2019 o en Colombia ese mismo año y de nuevo en 2021. Otras fueron explosiones de unos días, como en Bolivia en noviembre de 2019, luego de las denuncias de fraude electoral y la forzada salida del poder de Evo Morales, en Ecuador en octubre del mismo año y en Guatemala a fines de 2021. Y en México, donde el feminicidio abunda, las mujeres han salido a reivindicar sus derechos cada 8 de marzo por cientos de miles.
Casi todos los que marchan son jóvenes, estudiantes, obreros, residentes de barrios populares, minorías rurales; siempre los más vulnerables. Así Jonathan, de 20 años, salió a la calle a pedir más recursos para su universidad en El Alto (Bolivia). Juan Pablo, de 20 años, en Chacao, Venezuela, y Kenneth, de 21 años, en Ciudad de Guatemala, reclamaban la salida de sus presidentes, mientras Hernán, de 31 años, en Chapare boliviano, por el contrario, salió a defender al suyo. Edvaldo, de 19 años, salió a una carretera de Pernambuco, Brasil, a exigir más seguridad. Francisco, de 26 años, y Édison, de 29 años, manifestaron en Quito su descontento por el alza de los combustibles. Rufo, de 16 años, con su familia y vecinos en Táchira, Venezuela, bloquearon una autopista porque los dejaron sin gas y estaban cocinando con leña. Y desde Cotopaxi, Ecuador, hasta la capital se fue Inocencio, un activista indígena de 50 años a “gritar en las calles por sus derechos”.
Cuando hay ríos revueltos de gente furiosa en la calle, hay riesgo de que algunos incendien un edificio, otros saqueen una tienda o hieran a un policía con una pedrada. No es raro que en estas masas se infiltren criminales para incendiar la marcha pacífica. Por eso, en todas partes del mundo fuerzas policiales o de seguridad acompañan estas movilizaciones, para contener cualquier desmán, proteger los derechos de quienes protestan en la calle, así como a quienes solo pasan por ahí, y asegurar que no destruyan propiedades públicas o privadas. Y deben hacerlo sin exponer irresponsablemente a sus agentes.
Esta es la teoría que justifica las compras estatales de equipos antimotines y de armas no letales (o menos letales), como un avance de las democracias modernas. Antiguamente (o aun hoy bajo regímenes tiránicos) gobernantes democráticos tiraban a matar a los revoltosos. Salir con armas que disuadan, dispersen o contengan la protesta a distancia de los uniformados y que incluso puedan doblegar con eficacia, pero sin matar, a quien esté destruyendo un edificio público, es progreso para la humanidad.
Con ese mismo razonamiento, fabricantes y proveedores privados han desarrollado extensos catálogos de marcas de gases picantes y humos químicos que hacen llorar, de tanquetas que lanzan chorros de agua a presión, de balas de goma y perdigones que asustan o golpean, de pistolas de descarga eléctrica que inmovilizan y debilitan y hasta de armas que aturden, iluminan y lanzan gases a la vez. La idea es que no maten, ni hieran de gravedad. Por eso, las empresas líderes en este sector, como Combined Systems, se presentan como proveedores “del mercado de la seguridad, la defensa global y la aplicación de la ley”.
En el último lustro, millones de ciudadanos y ciudadanas, con la voz propia y la capacidad de organización inmediata que les dio la era digital, han salido gritar en calles y carreteras sus angustias y descontento. Y en el continente más desigual y violento del planeta, las deshilachadas democracias latinoamericanas no consiguen (o no tienen la voluntad) de responder con soluciones a las demandas de la gente. La respuesta rápida de los Estados ha sido entonces sacar la fuerza pública para reprimir, un verbo cuya etimología quiere decir literalmente apretar o presionar hacia atrás, agobiar con cerco. Para hacerlo, pareciendo humanitarios, han aumentado las compras de armas no letales (o menos letales) y equipos antiprotestas. Claro que aún hay gobernantes en la región que, como lo han documentado periodistas y organizaciones civiles, en Venezuela, Nicaragua o Colombia, sea con fuerzas uniformadas o con parapoliciales de civil, también tiran a matar con armas de fuego, siendo las granadas lacrimógenas apenas cortinas de humo.
Esta investigación periodística colaborativa y transfronteriza, realizada por once medios periodísticos de Chile, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Colombia, Guatemala y México, junto con el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) descubrió, sin embargo, que hay gran distancia entre la teoría y la práctica. Constatamos que, en efecto, a medida que han crecido las protestas ciudadanas en el continente, El Negocio de la Represión con estas armas no letales ha florecido y que, en manos de las diversas fuerzas policiales, han dejado una estela de dolor, miles de lesiones leves y decenas de heridas graves, traumas psicológicos y, también, muertes.