“¿Usted hace periodismo para salvar el mundo?”, y yo dije, como siempre digo, que no, que no lo hago para salvar a nadie sino para tratar de entender la época en que vivimos
El monstruo
“¿Usted hace periodismo para salvar el mundo?”, y yo dije, como siempre digo, que no, que no lo hago para salvar a nadie sino para tratar de entender la época en que vivimos
EL PAÍSA veces vengo acá dispuesta a escribir sobre la migración, sobre algún presidente, sobre ISIS. Después, suceden cosas. El 10 de junio estaba firmando ejemplares en la presentación de un libro, en Santiago de Chile. Casi al final le tocó el turno a una chica joven. Una melena larga, una cara que apenas pude ver a contraluz. Me dijo, acercándome un ejemplar con timidez, “Yo a usted le debo mucho”. Le pregunté mientras firmaba, casi distraída, “¿Por qué?”. Entonces me contó que estaba muy enferma, que un año atrás, en un pico de la enfermedad, había decidido abandonar la carrera que estudiaba —periodismo—, y que uno de esos días, un día muy malo —porque su enfermedad tiene días buenos y días muy malos—, en el consultorio del médico, desanimada, lacia y blanca como un trozo de vidrio, había tomado una revista del revistero y se había topado con algo que yo había escrito y que eso —eso que yo había escrito— la había sacudido y la había hecho decidir que no importaban la enfermedad ni el dolor: que iba a volver a estudiar. Y que de hecho había vuelto a estudiar y que, desde entonces, se sentía mejor: se sentía viva. “Por eso —dijo— le debo mucho”. Le devolví el libro sin saber qué decir, le deseé suerte. Esa noche me quedé pensando en ella, en esa chica joven y rubia, con sus días buenos y sus días malos, y la tarde siguiente, en una entrevista, me preguntaron: “¿Usted hace periodismo para salvar el mundo?”, y yo dije, como siempre digo, que no, que no lo hago para salvar a nadie sino para tratar de entender la época en que vivimos, y mientras lo decía —tan convincente, tan convencida— me asaltó la imagen de esa chica rubia y joven, y una sustancia abyecta y vil, que salía del fondo de mí misma, me susurró al oído: “Sos un monstruo”.