Murió en la pobreza, víctima del sida y sin conocer la fama. Sin embargo, Peter Hujar (Nueva Jersey, 1934-Nueva York, 1987) es hoy una leyenda. Una figura trágica, rodeada de misterio, cuya infalible mirada contribuyó a definir una era; la creativa escena artística del bajo Manhattan en los años setenta y ochenta. Sin duda, el autor era carismático, alto y apuesto —aunque él nunca se lo creyó—. Adusto y severo para muchos, divertido y cálido para otros. Promiscuo y siempre sin blanca, todos los que le trataron coinciden en describir el irresistible encanto de oírlo hablar.
Un hechizo que no era desconocido para su amiga Linda Rosenkrantz, escritora que hizo del discurso, propiamente dicho, su herramienta literaria. Su obra La Charla (Anagrama), se convirtió en 1968 en un clásico de culto, y con el fin de llevar a cabo sus experimentaciones, la autora pidió al fotógrafo y a varios conocidos más que anotasen todo aquello que les ocupaba en un día. Una jornada elegida al azar, cuyos pormenores tendrían que narrar durante un posterior encuentro, donde quedaría grabada la conversación. Hujar eligió el 18 de diciembre de 1974, pero aquel día de invierno el fotógrafo olvido el encargo. Horas más tarde cuando la escritora telefoneó para recordarle el plan, el fotógrafo emplearía solo doce minutos en completar los apuntes. “Bueno, creo que no he hecho nada”, le advirtió. “Solamente fotografié a Ginsberg, y aquella chica de Elle, que vino por la mañana. Eso fue todo”.
Aquella conversación grabada permaneció entre los archivos personales de Rosenkrantz durante 40 años hasta que fue donada a la Biblioteca y Museo Morgan de Nueva York. Allí la descubrieron los editores de Magic Hour Press, quienes propusieron a la escritora transcribirla en una publicación: Peter Hujar’s Day. Se trata de un libro pequeño pero rotundo, preciso, lleno y sobre todo sonoro, donde la voz del artista atrapa desde la primera línea al lector; no solo lee sino que escucha. Y aún sabiendo que nada excepcional va a ocurrir, se mantiene hambriento de detalles, en busca de conocer las particularidades cotidianas —no siempre banales— que ocupan el día del artista. Una narración salpicada de sorna que arropa con su íntima calidez.
El relato comienza a las nueve de la mañana, cuando una llamada de teléfono despierta al fotógrafo, que no había oído el despertador. Es Jacqueline de Mornay, la sofisticada redactora jefa de la revista Elle, a punto de llegar al apartamento del 189 de la Segunda Avenida esquina con la Calle Segunda, justo encima del Eden Theatre, hoy conocido como la sala de cine Village East. Precavido el artista, dejará la cama bien hecha fantaseando con la idea de ser seducido. “Sería fantástico, justo por la mañana, muy francés”. Pero lejos de deshacer su cama la francesa partirá con los retratos destinados a ilustrar un reportaje de cuatro páginas de Lauren Hutton. Sin tan siquiera pactar con el fotógrafo sus honorarios. La memoria del fotógrafo “es visual; su ritmo deliberado y pausado; su tono auténtico y preciso. Y si usted está leyendo por diversión, continúe”, escribe Stephen Koch, escritor, historiador y amigo del fotógrafo, en el prólogo del libro. “El supuestamente taciturno Hujar emerge como un buen chismoso e hipnótico narrador de historias”. Orgulloso al tiempo que modesto, Hujar nunca alardeó de sus contactos. Sin embargo, en el transcurso de menos de veinticuatro horas tendremos noticias de Susan Sontag (quien escribiría el prólogo de Portraits in Life and Death, el único libro publicado por el artista en vida) de Vince Aletti, de Fran Lebowitz, de Paul Thek, de Tuli Kupferberg, de Janet Flanner, de William Burroughs, de Christopher Makos, y otros muchos protagonistas del demimonde del Lower East End.
Es la figura de Allen Ginsberg, entonces un símbolo de la vieja bohemia, la que más protagonismo cobra en el relato. El poeta beat vivía a dos manzanas de la casa de fotógrafo, en la parte más sórdida y peligrosa del barrio. Zona que conseguía intimidar al joven fotógrafo y a la que se dirige con el fin de retratar al artista para The New York Times. Una sesión poco grata que duró dos horas, durante la cual el icónico autor se mostrará indiferente ante el joven artista —a quien confundirá con un defensor de su odiado Establishment—. Displicente, posará al lado de un incendiado edificio donde en su día estuvo la librería Peace Eye, centro cultural de reunión de pacifistas y del grupo The Fugs, antes de continuar con sus cánticos litúrgicos en posición de loto. “Y realmente pensé, ciertamente no puedo interrumpir a Dios”, se explayaba el fotógrafo con Rosenkrantz.