La lengua literaria del veterano director teatral y dramaturgo Francisco Suárez en esta novela es única, exclusiva, inimitable e hipnótica en su oralidad callejera, cultérrima y agitanada.
La verbosidad y el dislate, la obscenidad lingüística y la franqueza hirsuta se van encadenando en las voces de la protagonista Amada, que habla desde que es bebé y no deja de hablar después, junto a diversos narradores que cuentan las cosas como si fuesen cuentos contados a la vera del fuego, fuego de bidón callejero y humo pegajoso, anticlerical y en rebeldía crónica.
Puede evocar a Ángel Vazquez, pero también a Valle-Inclán y a Lorca, pese a que pasa por la novela prácticamente la familia literaria entera de Occidente: de Virginia Woolf o Turgueniev a Proust pasando por Madame Bovary y llegando a Bertolt Brecht, por hacer la lista corta.
Es muy, muy rara esta novela, y su lenguaje lusitanohispanogitano es un prodigio de frescura, avidez, densidad y atrevimiento: musical, jocosa, cervantina como en los entremeses más orales y procaces. Tiene algo de suma de romances de ciego y sus historias truculentas, y sin embargo late también la alegría y la jovialidad de momentos dulces de vidas maltratadas.
El estilo tironea del lector aunque los cambios de personajes y de escenas sean constantes y abruptos, pero casi siempre con movimientos tan felices como este fragmento espumoso, directo al corte y sin recato: " Fémur largo y manos peritas en friegas especiales. Pasaron la noche en la suite Celestial del hotel Palace.
Aunque se portó como un buen oficial y caballero, tuvo, hizo lo que pudo, dos soberbios gatillazos.
Falló el tiro en el primero y, en el segundo, el disparó le salió por la culata. Mirándole las piernas a la guapa poniéndose las medias de cristal que le había regalado, le declaró con humillado contento. ¡Ni la Baker las ten tan bonitas! Valen un potosí. Con la voz descolocada. Obrigada coronel. Y a ver si en la próxima dispara".
O este otro: "De joven era un dulce. Ojos de color miel, nariz respingona en cara luna, bajina, retinta y melena recogida en moño choza. Un halo dichoso alegraba su rostro cuando reía, pero la vida le fue enlutando el halo y agriándole la risa". Los cameos de Arnold Schoenberg y su nieta o de Pessoa, de Jorge Semprún o Álvaro Cunhal —o incluso frases sueltas que tiran con bala: "Lo siento. No volverá a pasar. Me equivoqué"— son tan resultones como disparatados para contar las vidas perras, perrísimas de un puñado de personajes de los años cincuenta entre Évora y la secreta portuguesa (la temible PIDE), Extremadura y la Raya, Madrid, el puterío, los cabrones falangistas y algún torero, la Gran Vía de madrugada y la sordidez de Chicote.
La complicadísima estructura del libro, la variedad de narradores, la transcripción de cartas y páginas de diario, el encargo de terminar una novela inacabada y la saturación de literatura lo enreda todo sin que uno deje de admirarse por querer saber qué pasa con Amada y si consuma o no consuma su amor por el hermano reencontrado por fin a los 20 años, mientras la muchacha lee y lee incansablemente. Culebrón descarado, sí, pero el caos de las historias atrapan al lector gracias a la labia, la coña, la mala leche, el hocico ávido de una lengua desatadísima para una historia loca y agria. Desparpajo, oficio dramatúrgico, electricidad estilística, escorzo esperpéntico como punto de vista casi permanente (excepto para Amada), piedad para la marginalidad de los personajes y una densa bruma ácida como atmósfera del salazarismo y el franquismo vividos a ras de suelo: una originalísima colmena neobarroca de turbiedad, secretos y lubricidad verbal.