Abra la recámara. Meta al teniente Drogo acercándose a la Fortaleza Bastiani para vigilar al enemigo que Dino Buzzati perfila, en El desierto de los tártaros, como alegoría a la absurda espera que subyace a toda guerra, a toda vida. Añada luego Los desastres de la guerra de Goya: la crueldad, el fanatismo, las carnicerías, el miedo, la violencia, el sufrimiento; todas las derivadas del terror personificadas en individuos concretos, sin épicas abstractas y mentirosas. Ponga, por último, la voz ronca y enloquecida del coronel Kurtz en Apocalypse Now grabando cintas sobre el horror, el horror de las guerras que Conrad ya retrató. Cierre la recámara. Dispare el cañón. Lo que sale como una bomba es este texto corto, extraño, inquietante. También brumoso y onírico. Un libro más pintado que escrito; más sentido que pensado. Un fresco universal de la guerra. Sobre todo: una reflexión sobre el papel de verdugo, del peón que acata y ejecuta lo más sucio del trabajo: la tortura. Ese es el foco de El coronel no duerme, un canto de textura clásica en su fondo, audaz en el estilo y ambicioso en el mensaje.
La nouvelle comienza con el coronel que llega a la ciudad de un país en guerra para "cortar tajar seccionar romper sajar quebrar arrancar". Esa es su especialidad: interrogar, torturar. Su particularidad es que al llegar la noche nunca puede dormir. Y esa es la anécdota que despliega esta historia que habla de la Nación y el Enemigo, de la Larga Guerra y la Reconquista. Habla del peligro de que alguien dude y se pregunte. Del olvido que anhelan las malas conciencias. Del purgatorio mental colonizado por demonios —víctimas mías, verdugos míos, dice el torturador— que llenan de sombras una cabeza y de fantasmas un país. Habla de algunas leyes de la guerra: matar o que te maten es una. Tú no cuentas es otra. Habla del discurso autojustificativo: que para salvaguardar la Nación alguien tiene que meter las manos en la sangre, en las entrañas, en la mierda. Habla del colaborador que no mira para fingir una cómplice ausencia. Habla de todas aquellas palabras con mayúscula —Nación, Causa, Victoria— que eclipsan esa otra que no la lleva: vida.
Emilienne Malfatto, laureada con el Goncourt a la primera novela y con el Albert Londres, ha sido periodista y fotógrafa de guerra en Irak. Tiene 35 años. Esta novela la escribe con una estructura inteligente: monólogos versificados en primera persona para dar una voz íntima al torturador, y fragmentos en tercera persona para narrar un mundo gris donde siempre llueve y aquellos que no mueren enloquecen. Malfatto, con comas amputadas, escribe así: "El vestíbulo está desierto. De las altas ventanas llega una tenue luz. Es la hora mostaza la hora mandarina la hora ocre, pero el ocre, como los demás colores, ha sido absorbido por la monocromía, al igual que el Palacio está bañado en esa misma luz gris, apenas teñida de naranja, pistilo de azafrán devorado enseguida por la ceniza".
Le escribo a Malfatto con tres preguntas simples.
—¿Qué vio en la guerra?
—Vi mucha vida. No me malinterprete: la guerra es abominable y vi muerte, violencia, horrores. Pero no esperaba ver tanta vida, con sus dramas, sus tonterías y sus alegrías. Pero ojo: viví la guerra por decisión propia. Yo decidí irme a vivir a Irak —y también podía, si lo decidía, largarme con mi pasaporte europeo—. Quiero decir con esto que la guerra me afectó, claro, pero que no la sufrí, que la viví desde una posición extremadamente privilegiada.
—¿Qué ve en la poesía?
—¿Una razón para vivir, tal vez? ¿Una manera de aliviar las preguntas existenciales? ¿Algo que duela y consuele a la vez? Una mezcla de todo eso.
—¿Qué persigue con el estilo?
—Nada. Cuando escribo ficción no pienso ni persigo nada. Necesito sacar algo de mí, y ya. Es muy instintivo, como una pulsión.
Esa pulsión ha dado una pequeña gran obra.