En inglés americano, chupete se dice pacifier, un sustantivo ad hoc para ese pezón artificial que pacifica rabietas incontrolables. La música —según qué música— actúa igual en nuestros oídos: les pone un chupete acústico capaz de amansarnos. Y es que somos fieras bípedas dotadas de lenguaje, eso no es una sorpresa a estas alturas para nadie.
A raíz de ese efecto calmante de la música se me viene a la cabeza el villancico Noche de Paz, no tanto por su letra, que invita al sosiego y a la calma en todas las lenguas (en el original alemán su título es Stille Nacht; en inglés Silent Night), sino más bien por el poder que tiene esa melodía para detener el malestar al menos por un rato. Quizá pensemos que nuestras tensiones no las puede calmar una humilde tonada decimonónica escrita en re mayor, pero a lo mejor cambiamos de opinión al saber que el 24 de diciembre de 1914, cientos de soldados británicos, belgas y franceses que batallaban en el Frente Occidental depusieron por unas horas las armas al escuchar a los soldados alemanes cantando Noche de paz.
Cada batallón respondió con villancicos de su tierra y a raíz de eso se acercaron a los soldados enemigos para fumarse un cigarro juntos y darse la mano, en lo que se conoce como la Tregua de Navidad de la Primera Guerra Mundial.
No es de extrañar que, en 2011, la canción Noche de paz fuese declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Estamos de acuerdo entonces en que escuchar cierta música puede calmar nuestra crispación de inmediato, pero como nos demostraron aquellos soldados, “fabricarla” nosotros por medio del canto triplica su eficacia, quizá porque cantar requiere la suficiente atención como para no permitir que la cabeza, y sobre todo las palabras, se vayan por cerros más escarpados que los de Úbeda.
A mí, al menos, me sirvió para relajar una reunión tensa como la que viví el 18 de diciembre de 2022 en Letonia. A orillas del Mar Báltico celebré la noche de San Nicolás invitada por un par de ucranianos que querían recordar el momento en el que el santo les deja los regalos a los niños. En el salón, caldeado por una estufa de leña, había también gente de otros países de Europa: un bielorruso, un letón, una italiana y yo. Pero, además, una invitada invisible en forma de incómoda tensión nos sobrevolaba a todos, ya que, desde la invasión de Ucrania en 2022, la hostilidad entre algunas de las naciones que pertenecieron a la URSS se agudizó. Por eso se me ocurrió que la solución estaba en la música: les pedí que cantaran la misma canción que habrían entonado de niños al recibir sus regalos. Todos se animaron a hacerlo. La melodía de la canción ucraniana era melancólica: al oído se notaba que estaba en modo menor, aunque, en palabras del ensayista argentino Sergio Cueto, “en la música, la tristeza es tan extensa que llega a abrazar la alegría”. El villancico italiano también me sorprendió por su aire afligido. Después me animé yo con Hacia Belén va una burra, y a mí misma me hizo gracia escucharme cantarlo. Lo encontré animado y jolgorioso, y en la parte en la que se comen el chocolate y San José llama a la Virgen (“María, María, ven acá corriendo”) para alertarla del robo, me di cuenta de que muchos villancicos tradicionales españoles tienen que ver con la comida: pensé en el requesón, la manteca y el vino de Campana sobre campana, por ejemplo. Así que les conté que aquí tenemos un villancico tradicional en el que se habla del chocolate que una burra lleva como ofrenda al Portal de Belén y se describe el robo de ese chocolatillo. Esa mención logró distender bastante las cosas, aunque la música, lleve o no letra, tiene su propio poder para mover los afectos.
Y aquí vuelvo a Sergio Cueto: Aunque nuestra percepción esté mediada por lo cultural y ciertas escalas tiendan a provocar melancolía y otras optimismo, “lo que sucede es que en la música no se trata de la tristeza ni de la alegría, no se trata de tal o cual afecto particular sino, en última instancia, (…) de la condición de la afección, de esa abertura que nos define como seres afectivos.”
No creo necesario mencionar que en aquella celebración no faltó la comida. Había bombones, quesos, galletas y otros dulces locales. Sería fácil, por tanto, extraer un aprendizaje de esta escena, incluso una aseveración: tener algo en la boca facilita la concordia y aleja la afrenta. Y no lo digo yo sola, pues los placeres de la oralidad ya los mencionó Freud hace un siglo. ¿Podríamos considerar entonces que cantar sería tener música en la boca? De ser así, es hora de aclararse la garganta y ponerse cuerdas a la obra. Seguro que así estos días pasan más suavemente para quienes los viven resignados y más placenteros aún para quienes les encuentran su encanto.