Vamos a resumir: en 2019, Netflix pagó una millonada por el acceso a The Vault, el archivo de Prince (1958-2016), con toneladas de cintas de audio y vídeo, fotografías, documentos. Netflix quería producir una serie documental sobre el artista, que encargó finalmente a Ezra Edelman, director especializado en deportes y música. Edelman ha realizado una semblanza monumental del artista, de nueve horas. Una obra apabullante, según los que han asistido a pases privados, que muestra su inmenso talento junto a su íntima vulnerabilidad. Una obra que, ay, está en stand-by, sin posibilidades de estreno.
Ocurre que Prince murió sin hacer testamento. Tras la inevitable pelea por su patrimonio, los herederos —una hermana, varios hermanastros— se dividieron. Unos vendieron su parte a Primary Wave, empresa especializada en explotación de legados musicales. El resto prefirió gestionar su porción bajo la dirección del abogado L. Londell McMillan, que ya había trabajado para Prince. Este segundo grupo bloquea la exhibición del documental.
Alegan que, entre las 70 entrevistas realizadas, se deslizan aspectos antipáticos de Prince: su violencia física contra alguna novia, el posible antisemitismo del álbum The Rainbow Children, la pretensión de que Wendy Melvoin y Lisa Coleman —antiguas acompañantes suyas— renunciaran a su relación lésbica, la discrepancia entre su pública postura antidrogas y la realidad de que muriera por sobredosis de fentanilo (la militancia en los Testigos de Jehová le resultaría fatal). Los disidentes tienen al proyecto, disculpen la expresión, agarrado por las pelotas: una cláusula del contrato especificaba que la serie duraría seis horas.
Puede que todo sea un chantaje para sacar más dinero a Netflix, puede que la plataforma ahora prefiera retratos con menos aristas, puede que el realizador sea muy cabezota (aunque ya se sabía que trabajaba a lo grande: su oscarizada serie sobre O. J. Simpson se acerca a las ocho horas). Pero nos sirve para recordar que los documentales musicales no son necesariamente biografías fiables.
Los realizadores necesitan conseguir el uso de las grabaciones originales, generalmente en poder de una discográfica, y el permiso para colocar canciones en un producto audiovisual, que reside en una editora musical. Antes podían coincidir en una misma empresa pero eso cambió, con las turbulencias en el mercado de los derechos y las maniobras de figuras veteranas para recuperar el control de sus creaciones. Las disqueras no ponen demasiadas pegas: un buen documental reaviva el catálogo. Pero los artistas o sus familias suelen pretender endulzar el producto.
Es legítimo, supongo. Resulta comprensible que el hijo de Anita Pallenberg teledirija un documental que esquiva el lado obscuro de su madre. Puedes entender que Steve Van Zandt se autocelebre en Discípulo. Efectivamente, tienen poder de veto y prefieren blanquear asuntos espinosos. Como con Prince, los herederos tienden a estar a la greña: los conflictos entre hijos de Zappa impiden un perfil honesto del personaje. Igual que los odios entre los sucesores de los Ramones, que imposibilitan el planeado documental de Martin Scorsese. Un inciso: conviene no sobrevalorar el Toque Scorsese en estos asuntos; aunque ha filmado estupendos conciertos, en ocasiones se limita a poco más que poner su marca. Sabemos que No Direction Home fue en gran parte obra del documentalista habitual de Dylan, Michael Borofsky. Pero esa es otra guerra.