"Me van a matar, Dios mío": el diario del cura francés André Jarlan, asesinado por la dictadura de Pinochet

Los militares buscaron durante años el cuaderno del misionero que, gracias a la comunidad de la población obrera La Victoria, logró mantenerse a salvo


En el ecuador de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990) era habitual ver al sacerdote francés André Jarlan escribiendo en su cuaderno en distintos rincones de la población La Victoria, en la periferia de Santiago de Chile. El barrio obrero era un foco del régimen por ser uno de los más combativos en la lucha por la libertad. El misionero, que había aterrizado en el país sudamericano a comienzos de 1983, colaboraba con el párroco galo Pierre Dubois en la organización de comedores populares y asistencia a los manifestantes que resultaban heridos en los enfrentamientos con los militares. Ambos apoyaban el reclamo de los pobladores, pero a través de la protesta pacífica. La noche del 4 de septiembre de 1984, mientras Jarlan, de 43 años, leía la Biblia en la casa parroquial, una bala de Carabineros atravesó la pared y le impactó en el cuello, provocando su muerte. En un margen de la Sagrada Escritura escribió su última reflexión: "Me van a matar, Dios mío".

  • Jarlan ya no estaba, pero quedaba su cuaderno. Los militares fueron en su búsqueda con la idea de que podían encontrar información de inteligencia valiosa en los escritos, pero una red de pobladores, religiosas, sacerdotes y diplomáticos lograron ocultar el documento y enviarlo a Francia. A 40 años de la muerte del cura obrero, el cuaderno se ha publicado recientemente bajo el título André Jarlan. Diario 1982-1984. De la oración a la acción (Editorial Cuneta), con un prólogo del periodista Cristián Amaya, el último responsable de que los pensamientos del francés vieran finalmente viera la luz.

La noche en que murió Jarlan en manos de la policía, Chile llevaba 10 días de protesta nacional contra la dictadura. Mientras un helicóptero de Carabineros acechaba La Victoria a baja altura, la catequista Rossana Valdivia dio cuenta a la población de la tragedia ocurrida en la calle Ranquil: "¡Asesinos! ¡Nos mataron al André!". Sus gritos convocaron a cientos de vecinos a las afueras de la casa parroquial que intentaron ser disipados a balazos por policías y militares. La multitud espontánea fue solo una antesala del funeral del sacerdote que, según la prensa de la época, congregó a unas 300.000 personas que acompañaron al féretro desde La Victoria hasta la Catedral de Santiago, una peregrinación sobrevolada por aviones de guerra que recorrió 10 kilómetros y demoró cuatro horas.

Cuatro años después de aquella histórica despedida, los militares seguían buscando el cuaderno. El párroco Pierre Dubois se lo había pasado a María Inés Urrutia, de las Hermanitas de Jesús en La Victoria, cuando fue expulsado del país. Urrutia lo tenía oculto en el entretecho de su casa y una tarde de 1988 un grupo de soldados allanó la casa de las Hermanitas de Jesús preguntando por el escrito. A pesar de que subieron al entretecho, no dieron con él. Gerardo Ouisse, párroco francés de San Martín de Porres, una iglesia cercana a La Victoria, sostiene en el prólogo del libro que Pinochet estaba "obsesionado" con el cuaderno, "lo quería a toda costa".

"En esa época", comenta el periodista Cristián Amaya, "se hablaba que en La Victoria había un importante contingente de grupos terroristas armados. Incluso se especuló que en la sacristía de la parroquia estaban guardados armamentos con el permiso de Jarlan y Dubois. Estaban convencidos de que los curas eran marxistas". En La Victoria, apunta, había mucho dirigente comunista antiguo, pero los curas no estaban involucrados en ninguna red terrorista, como pensaba el cuerpo de inteligencia de la dictadura. "Pensaban que en el cuaderno podrían haber nombres claves, ocultamientos de personas, exiliados que sacaron a las embajadas, etcétera", añade.

No había nada de eso. El diario de vida es un refugio para las interrogantes del sacerdote sobre cómo generar una comunidad apostólica, conversaciones con los vecinos sobre las miserias que los acongojaba y escenas de la violencia en la que estaban sumidos, entre otros. Un 11 de septiembre de 1983, por ejemplo, Jarlan escribía: "En La Victoria cunde el rumor de que carabineros vendrían de madrugada a destrozar y quemar asas sin discriminación... Fogatas de puros volados. Casi todas las poblaciones alrededor y casi en todo Santiago: carabineros despiertan a la gente con disparos al aire gritando (...) Pánico, pero suficiente presencia de organizaciones populares para evitar peores cosas". Un mes después, un breve apunte de una frase que escuchó: "Nosotros no hacíamos nada, los carabineros intervinieron" (verdad de los hechos)".

A veces, también, se lo veía optimista. "Hemos vencido el miedo. Nos hemos juntado. Hemos compartido. Han participado hasta los patos malos (...) Cristo está donde uno lo espera menos". Su última reflexión, en julio de 1984, fue: "Cada uno de los volados es una persona".

La hazaña de mantener protegido el cuaderno es una historia en sí misma. La religiosa Urrutia, acechada por el interés de los militares, acudió al párroco Ouisse para operar un plan. Decidieron entregarlo a la embajada de Francia para que se lo enviaran de regreso al padre Pierre Dubois, quien regresó a su país luego de que el régimen lo expulsara. Ouisse salió de la casa de las Hermanitas de Jesús con un maletín elegante, simulando llevar algo valioso dentro. Minutos después, Urrutia lo siguió, mal vestida y con una bolsa de feria, donde iba el cuaderno. "La idea era que se fijaran en mí, no en ella", relata el sacerdote. El embajador François Mouton envió el cuaderno a París por valija diplomática. Dubois lo recuperó y lo mantuvo en su poder hasta 1990, cuando decidió dejarlo bajo la custodia del Centro Nacional de Archivos de la Iglesia de Francia. Ahí permaneció durante 26 años.


Explanada de la Plaza de Armas durante el funeral de Jarlán, en la Catedral de Santiago, en 1984.