Bienvenidos a Linden Hills, el infernal barrio en el que todo el mundo desea vivir. Se encuentra en algún lugar del condado de Wayne, y lo gobierna la tiránica familia Needed, comandada por el malévolo Luther Needed. La relación de Luther Needed con el mundo es de lo más oscura. Y no únicamente con el mundo, es decir, con todos esos aspirantes —nunca demasiado buenos— a futuros vecinos, sino también con su familia, a la que asfixia sin remedio. Y esto es algo que oculta a simple vista en el epicentro de tan idílico lugar. ¿Idílico? ¿Qué puede tener de idílico un lugar infernal? La apariencia, por supuesto. Todas esas casas con jardines japoneses y piscinas de mármol que atraen a fotógrafos de la prestigiosa revista Life sin remedio.
Concebida como una reescritura de la Divina Comedia de Dante, Linden Hills es la segunda novela de la ganadora del National Book Award (en 1983, el año en el que debutó), la mujer que fue teleoperadora —como su madre— antes de ingresar en Yale y cambiar el rumbo de la literatura afroamericana de suburbios, y no únicamente de suburbios, Gloria Naylor. Convierte, Naylor, en ella, al barrio en personaje, en, de hecho, el personaje principal, un inalcanzable y deseado infierno —está dividido por arcos, arcos que recuerdan a los anillos del clásico de Dante, por los que el propio Dante, acompañado de Virgilio, debe descender hasta toparse con el mismísimo diablo— en el que no se cree estar ardiendo porque de él se dice lo contrario.
De él se dice que sólo el que "ha trabajado mucho, luchado mucho y ahorrado mucho" tiene derecho a vivir en él. Llegar a Linden Hills significa "alcanzar el éxito", pero no cualquiera puede alcanzarlo, porque existe un guardián —el diablo, el señor Needed, cuya familia lleva ejerciendo de filtro desde que se edificaron las primeras casas en la colina, tan cercanas a los bloques en los que viven todos los demás, todos aquellos que nunca podrán cruzar una de sus puertas, que aún resultan más obscenas— que sólo permite que personas con "ciertas características" vivan allí. Explora, Naylor, los mecanismos de control de toda comunidad, con la acidez de un clásico de los suburbios, pero un clásico, por una vez, negro.
Sí, porque tanto Luther Needed como la mayoría de los aspirantes a vecinos son afroamericanos. Allí podían olvidar, escribe Naylor, desde la atalaya de un narrador todopoderoso, que describe, sin juzgar, pero atenta a desvíos no permitidos y evidentes frustraciones ante los muros que levanta el qué dirán, a esos aspirantes, y sus casas y posiciones. Aspirantes encabezados por un par de jóvenes, Willie el Blanco y Lester el Mierda. El primero es un forastero de los bloques, el segundo, un habitante de Linden Hills. Ambos descienden la colina en busca de trabajo, y acceden cada vez a una casa mejor, porque así está construido Linden Hills, de manera que el ascenso implique un descenso físico hasta alcanzar la hondonada donde residen los Needed.
Publicada originalmente en 1985, tan sólo dos años después de que Naylor —que entonces acababa de cumplir los 35— ganase el National Book Award, Linden Hills dio una ambiciosa vuelta de tuerca a un tipo de narrativa, la de lo terrible y disfuncional de la vida en un suburbio acomodado, algo que inauguró John Cheever en los años cuarenta y que aún hoy, y pese a este potente y minucioso disparo de Naylor —una bomba de relojería construida con lo observado: Naylor llevó, desde niña, un diario en el que anotaba todo aquello que no aparecía en los libros—, sigue siendo puramente blanca. Son muchas las razones por la que Linden Hills es un hito —también formalmente: su prosa es cristalina, musculosa, adictiva— pero la principal tiene que ver con lo monstruoso de perseguir un sueño que jamás va a dejarse atrapar porque necesita de tu insatisfacción, de tu desesperación, para existir.