Garcilaso de la Vega (circa 1501-1536) fue poeta renacentista, pero también mensajero de altas esferas, diplomático, militar y espía.
Aunque en la actualidad el espionaje suele asociarse con la Guerra Fría, las novelas de John le Carré, las actividades de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense denunciadas por Edward Snowden o los hackers rusos, en el siglo XVI la importancia de los servicios de inteligencia en torno a intrigas palaciegas, movimientos políticos u operaciones militares no era menor, en un mundo en el que la transmisión de la información era mucho más dificultosa.
Uno de los agentes que trabajaron recabando y transmitiendo información para el emperador Carlos V fue Garcilaso, como demuestra un manuscrito del propio poeta que ahonda en esta faceta poco conocida. El documento se había citado una vez en el pasado, pero no se había tenido en cuenta por los biógrafos ni estudiosos de su obra, ni se había editado.
Ahora Eugenia Fosalba, profesora de Literatura Española del Siglo de Oro en la Universidad de Girona, está a punto de publicar, con notas y un estudio preliminar, un trabajo de investigación sobre ese texto que ha llevado a cabo con su colaborador Adalid Nievas. Será antes de fin de año en el Boletín de la Real Academia Española. “Aquella era una época de gran tensión y Garcilaso estaba en el centro de todo: no solo en medio de un momento literario riquísimo, en el auténtico laboratorio de experiencias poéticas que era Nápoles, sino también en el mismo centro del tablero geopolítico”, señala Fosalba.
Después de ser desterrado por el emperador por asistir a la boda no autorizada de su propio sobrino, hijo de un comunero, Garcilaso acabó recalando en Nápoles, entonces parte del imperio español, como hombre de confianza del virrey Pedro de Toledo. La situación de los efectivos militares de la zona era desastrosa como consecuencia de la falta de recursos y a Garcilaso se le encomienda la tarea de recomponer el ejército.
Paralelamente, entra en contacto con la red de espías y agentes secretos de Alfonso Castriota, marqués de Atripalda, un noble de origen albanés afincado en la zona. “Atripalda era un personaje estrafalario, con el pelo largo, la barba teñida, que manejaba una tupida red de informadores, entre los que se encontraban albaneses, conocedores del idioma turco, como él, soldados otomanos, cristianos renegados y apresados o viajeros”, señala Fosalba.
En la primera mitad del siglo XVI, el imperio otomano estaba enzarzado en una lucha geoestratégica con el emperador Carlos V que tenía como telón de fondo la hegemonía sobre Italia, así como sobre el Mediterráneo y el control de algunas de las principales rutas comerciales entre Europa y Asia. Cuando el virrey Pedro de Toledo llegó junto a Garcilaso a Nápoles, en noviembre de 1532, uno de sus principales cometidos era proteger toda la costa sur de Italia, muy expuesta al enemigo por las citadas carencias militares. Tal vez la mayor de aquellas carencias fuera la de una armada propia, extremadamente necesaria en aquel contexto, pero las precarias arcas del emperador no podían permitírsela.
Desde la primavera de 1534 se sabía que navegaba hacia Italia una gigantesca armada capitaneada por Barbarroja, el temible pirata otomano, pesadilla del imperio español, confabulado con el sultán Soleimán I. Sin embargo, el virrey consideró que ese año el Turco no llegaría y bajó la guardia. La realidad le contradijo: a los pocos días, el corsario se dirigió a la región al frente de su flota de 70 galeras y 12 fustas, cruzó el estrecho de Mesina, entre la península italiana y la isla de Sicilia, y realizó numerosas incursiones en la costa italiana sin encontrar oposición alguna.
Asoló la costa de Calabria, destruyó el puerto de Cetraro y las naves que en él se encontraban, pasó de largo por la isla de Capri, quemó Procida y bombardeó varias plazas del golfo de Nápoles. Hubo lugares en los que las escasas fuerzas defensivas salieron corriendo, dejando vía libre al saqueo. Un desastre previsible, pero no por ello menos traumático.
Incluso Barbarroja asaltó la ciudad de Fondi, en la costa del Lacio, donde se encontraba la que se decía que era la mujer más bella de Italia, la joven viuda Julia Gonzaga, a la que el pirata se proponía raptar para ingresarla en el harén del sultán. Sin éxito: Gonzaga logró escapar cabalgando semidesnuda por la noche. Después de esta campaña, Barbarroja viajó al sur y conquistó Túnez. En ese momento se empezó a fraguar el acopio de una armada española para alejar el peligro que suponía el pertinaz corsario y que lucharía en la famosa campaña de Túnez. La plaza se recuperó en el verano de 1535, en una empresa que sumó todas las fuerzas disponibles para lograr la revancha y ensalzar así la imagen del emperador Carlos V como protector de la Cristiandad.
Regreso a la patria
Después de esta catástrofe hubo que rendir cuentas ante el emperador, cuya corte en ese momento se encontraba en Palencia. Garcilaso fue la persona elegida por el virrey para defender su gestión frente a Carlos V. Prefirieron hacerlo oralmente que con un texto que después pudiera ser utilizado en su contra. Garcilaso tuvo que suavizar tensiones y aportar toda la información que había recabado de los servicios secretos y que había memorizado. Viajó a España a pesar de haber caído en desgracia y del destierro que pesaba sobre su figura. “Garcilaso estaba más apegado a su tierra toledana de lo que se ha considerado y, desde el destierro, se multiplicó para hacer méritos ante el emperador con el objetivo de que le concediera el perdón y así regresar a su añorado Tajo”, dice Fosalba. Pero murió prematuramente en 1536. No era su primera misión de este tipo: el poeta ya había realizado labores de espionaje previamente en Francia, enviado a comprobar el trato que le dispensaba el rey de Francia, Francisco I, a su esposa Leonor de Austria, hermana de Carlos V.