De cómo enseñar a amar la literatura

Para Jorge Luis Borges, los escritores están en permanente relación unos con otros, según se comprueba en el curso sobre literatura inglesa que dio en 1966 en la universidad de Buenos Aires y cuya transcripción publica ahora Lumen

Debemos recordar de entrada que Borges era ya casi completamente ciego cuando (1966) dio en la universidad de Buenos Aires el curso de literatura inglesa cuya transcripción se publica ahora de la mano sumamente rigurosa y útil de Martín Arias y Martín Hadis. La ceguera —de la que escribió cosas tan magníficas y emocionantes— explica en buena medida algunas de las características decisivas de su docencia pues, al depender única y exclusivamente de la memoria, podía cometer errores, o tener lagunas que hubieran sido fácilmente subsanados con unas simples notas de apoyo. Dicho eso, impresiona precisamente el poderío de su memoria, capaz de toda clase de detalles, y algunos arduos, y siempre sale airoso, descontando esas menudencias mencionadas de poca monta aunque quizás un manjar para sus detractores.

La organización temática del curso se apoya en dos puntales: literatura medieval anglosajona (aún no podemos decir del todo inglesa), entre los siglos VII-VIII-IX, y literatura inglesa del siglo XVIII y XIX. Son dos bloques radicalmente distintos, pero en los dos se siente en su salsa y deambula por ellos con sobrado conocimiento de causa, con erudición perfectamente justificada y nunca agobiante, con muchísima amenidad, con absoluta ausencia de jergas críticas, dando libertad a sus alumnos, contando siempre con ellos —hacía que leyeran en voz alta algunos poemas comentados— y haciendo acopio de anécdotas personales que esmaltan sus clases de una autobiografía discreta, elegante, justificada y encantadora.

De las obras medievales despunta claramente el relato épico Beowulf (finales del VII, comienzos del VIII), con toda su tiniebla épica a cuestas, sus nostalgias escandinavas ancestrales, su naturaleza vívida y tenebrosa, casi prerromántica —dice Borges—, sus valores intemporales —cortesía, hospitalidad, valentía— y su lenguaje elaborado, típico de un autor erudito que había leído La Eneida. Por otro lado, la emergencia de la voz personal de ese asombroso poeta que escribió El sueño de la Cruz (siglo IX) es también un momento mágico porque cuando el lirismo despunta la magia vuela, y el dolor de la muerte de Jesús golpea en seco y reverbera a fondo, excavando cauces de estremecimiento abrumador, típico de poeta de verdad. Borges se atreve a hacer transmigraciones históricas asombrosas: en ese nebuloso y dolorido poema está ya ¡el Romanticismo!

El resto del curso —sin Shakespeare, oh lástima grande— se centra, ya en el siglo XVIII, en Samuel Johnson visto por el joven James Boswell, y en James Macpherson, el precursor del Romanticismo, según Borges. Ya en el XIX, la poesía desbanca a la narrativa, quizás porque son más propicios para la memoria los versos que la prosa. Aparte de Dickens, Carlyle y Stevenson —la clase dedicada al primero quizás es la más floja de todas, aunque sus apuntes críticos sobre el gran novelista todos sean certeros—, el resto son poetas, empezando por un raro, descolocado y genial William Blake, siguiendo por los primeros verdaderos románticos, Wordsworth y Coleridge —magistrales las dos clases dedicadas a este último—, y continuando por los victorianos Robert Browning, Dante Gabriel Rossetti y William Morris. A todos ellos dedica reflexiones cautivadoras, llenas calor y compromiso, con el fin de comunicar amor por sus obras y así arrastrar a sus alumnos a la lectura. “La lectura debe ser una de las formas de la felicidad… Es el único modo de leer”.

En vez de permanecer impasible, se moja constantemente: Wordsworth escribió cosas muy malas, Coleridge copió todo lo que quiso a Schelling, Bécquer es el mejor de su época

Desde un cierto punto de vista, Borges es un profesor tradicional y muy moderno a la vez. Sus clases otorgan un permanente valor a la biografía de los autores, antesala inevitable de las obras, que son con frecuencia relatadas, vía la recreación de sus argumentos —poemas incluidos—, y examinadas desde un punto de vista formal, siguiendo de cerca el lenguaje, la versificación, las metáforas, la música intransferible (e intraducible). En vez de permanecer impasible —cual funcionario gregario y timorato—, se moja constantemente: Wordsworth escribió cosas muy malas, Coleridge copió todo lo que quiso a Schelling, Bécquer —que sale de rebote en una de sus tantas digresiones— es el mejor de su época y el resto —sin citar a aquellos hueros capitostes que se llevaron la palma— fueron unos meros oradores en verso...Además, practica un método ejemplar: los escritores están en permanente relación unos con otros, sobrepasando con creces las barreras culturales y temporales. Esta idea permite que el Johnson de Boswell se identifique con el Quijote de Cervantes —literal—, y que de ahí vayamos al Unamuno prodigioso de la Vida de Don Quijote y Sancho, y que Boswell sea también Eckermann, el perseguidor de Goethe… De Wordsworth vamos de nuevo a Unamuno, y a Rilke, y de Coleridge a Macedonio Fernández, o a Spinoza o a Shakespeare (fantásticas estas páginas), o a ¡Truman Capote!, o a Dante, o a Henry James… Un prodigio de literatura universal en la cabeza y en el corazón, con las puertas abiertas a digresiones deliciosas que nunca se le van de la mano: “Pero volvamos a nuestro asunto…”

Y por último, el problema de la traducción, capital en sus clases. La poesía es intraducible, puede llegar a asegurar, y lee en inglés lo que luego él mismo vierte en español. “¿Ven en qué poco ha quedado?”. Pero luego él mismo da con claves elegantes o elogia sin cesar las traducciones de otros, sin olvidar que tradujo brillantemente a Whitman (con sobriedad, como debe ser). ¿En qué quedamos? Esa contradicción se convierte en un estimulante acicate en sus clases y forma parte de su sinceridad y autenticidad, lo cual también le convierte en un profesor ejemplar que recuerda muchísimo al soberano poeta y escritor que fue.