El nuevo libro de Sergi Pàmies reúne al menos 11 historias, pero una nunca fue escrita por el autor catalán. Es la historia de dos jóvenes barceloneses que se conocen a través de una aplicación de citas y están teniendo sexo cuando las sirenas los interrumpen. Es el 17 de agosto de 2017, y las ambulancias se dirigen a las Ramblas, naturalmente. Pàmies desestimó la historia —”algo demagógica”, admite— cuando le resultó evidente que se trataba de un intento de “poner la realidad al servicio de la ficción en lugar de poner la ficción al servicio de la realidad”.
Pero el hecho es que se trata de una buena historia, que pone de manifiesto el modo en que su autor (París, 1960) emborrona deliberadamente los límites entre lo público y lo privado. Ya sea cuando procura responder a la pregunta de por qué escribe, cuando narra un viaje a Quebec junto a Manuel Vázquez Montalbán —en un homenaje al creador de Pepe Carvalho dedicado a otro periodista excepcional, Ramon Besa— o propone una autobiografía en guitarras —y guitarristas: Atahualpa Yupanqui, B. B. King, Django Reinhardt, Pi de la Serra, Paco de Lucía…—, Pàmies nunca pierde de vista que sus personajes habitan un país y una época determinados con sus instituciones, sus ideas del éxito —y del fracaso— y sus convicciones inamovibles siempre a punto de ser desplazadas por otras convicciones como producto de la necesidad o de la conveniencia. Son “una amalgama de pasado, presente y futuro, como cuando las autoridades cambian la hora”, algo que en ningún otro sitio se ve con tanta claridad como en ‘Te quiero’, la historia de una pareja que se conoció durante los Juegos Olímpicos de Barcelona y que 30 años después descubre, a raíz de un regalo de bodas que sale mal, que las celebraciones —tanto las íntimas como las públicas— sólo expresan la frustración que se deriva de la continuidad de los hábitos, nunca el entusiasmo de un nuevo comienzo.
“Tengo cierta propensión a creer que cualquier anécdota puede tener un interés literario”, reconoce Pàmies en un momento. Poco antes, sin embargo, se dice, durante un vuelo no exento de turbulencias, que “suponiendo que este fuera tu último momento de vida y pudieras pedir una última voluntad, elegirías escribir”. Puede que el autor de El último libro de Sergi Pàmies y otras obras haya pasado recientemente por una mala época, como insinúa; su memoria permanece intacta, sin embargo. Y también su sinceridad. Pàmies echa la vista atrás sin ira a un pasado en el que él y otros eran “los hermanos pequeños de los jóvenes más politizados” y, “sin los riesgos del antifranquismo practicante”, podían permitirse el lujo de un “pseudoanarquismo desvergonzado”. “Una muestra: en una manifestación de la Rambla, el día de Sant Jordi, en lugar de rosas rojas enarbolamos alcachofas con una cinta de la senyera. Nos hicimos llamar Indios Metropolitanos con la arrogancia recreativa de creernos situacionistas y entonamos himnos de excursionistas borrachos. ‘¡Queremos los dónuts sin agujeros!’. Grotesca, la manifestación se disolvió a la altura del Liceo, interrumpida por carreras y estampidas en las que reconocimos, con policías de verdad pisándoles los talones, a nuestros hermanos mayores”. La ficción al servicio de la realidad, nuevamente.
Desde su título, y el añadido arbitrario de una hora, A las dos serán las tres arroja a sus personajes al futuro. Pero, ya se trate de un dramaturgo que recibe un premio menor en un pueblo por el que transcurre el río en el que se ahogó su abuela, de un escritor que se reencuentra con sus compañeros de estudios en un restaurante a una hora de Barcelona o de un periodista abyecto y arrogante que tiene pánico a los gatos y desperdicia una entrevista con un premio Nobel por su causa, todos estos personajes continúan en el pasado, de donde extraen antiguas afrentas y una idea de quiénes son y de a qué sitio pertenecen. Pàmies narra sus historias —'Dos alpargatas’, ‘Díptico bivitelino’ y ‘México’, en ‘Tres periodistas’, son realmente extraordinarias— con sencillez, con cordialidad, con la ligereza y la ironía no exenta de compasión que son marca de la casa. Uno puede imaginarlo narrándolas a viva voz, en su casa o en cualquier otro sitio, acodado a una mesa en la que permanecen las migas de un almuerzo tardío, con unos vasos de vino a mano, mientras el sol se oculta en algún sitio allí afuera. Uno desearía no tener que irse nunca de esa casa ni dejar jamás de escuchar estas historias.