Meryl antes de ser Streep

Michael Schulman, periodista de ´The New Yorker´, dedica una biografía errática a la actriz que se centra, de manera muy discutible, solo en sus años de formación

Hay fracciones de segundo que explican vidas enteras.

En el caso de Meryl Streep existen varias que fueron determinantes: la "verdad emocional" que sintió al escuchar en directo a Art Garfunkel cantando a Emily (y la consiguiente voluntad de emularlo); el vértigo que experimentó cuando se fue a Londres a rodar Julia, su primera película, con Jane Fonda, y no cayó en que necesitaba pasaporte (nunca había viajado más allá de Virginia); el momento en que intentó reanimar en su lecho de muerte a John Cazale, el actor de El padrino y su primer novio serio, víctima de un cáncer fulminante.

SU VIDA

Ella tenía solo 29 años. Más que sus grandes interpretaciones, sus acentos mutantes y sus récords de nominaciones, estas son las ráfagas que la memoria retiene tras la lectura de la biografía que Michael Schulman, insigne firma de The New Yorker, dedicó hace siete años a Meryl Streep. Península la rescata ahora, justo a tiempo para el Premio Princesa de Asturias que la actriz recibirá a finales de mes.

El libro empieza en 2012, con el discurso de aceptación de su tercer Oscar por La dama de hierro, cóctel imposible de modestia y vanidad servido con un inmejorable timing cómico.

"Una obra de arte en sí mismo", lo define Schulman en las primeras páginas, lo que ya indica que su retrato de la actriz, pese a que esta biografía sea no autorizada, será cualquier cosa menos desfavorable.

El autor, elegante observador y gran estilista, se revela demasiado apegado a su objeto de estudio, al que trata de manera un tanto servil, como si fuera una semidiosa que hubiera aceptado caminar entre mortales.

  • Aunque, como todo buen escritor, Schulman sabe subrayar esos detalles, insignificantes en apariencia, que revelan la verdadera psicología de un individuo, intuyendo los lugares donde se encuentran sus cicatrices.

El resultado, perfectamente agradable y bien documentado, convence a muchos niveles, pero tal vez no en el más importante: su intento de descifrar el misterio que encierra un personaje tan opaco como Streep acaba en fracaso.

A ratos, Schulman enuncia tesis originales: por ejemplo, cuando trata fugazmente a la actriz como un ideal de la shiksa, la mujer gentil venerada por hombres judíos que le hicieron de mentores al comienzo de su carrera.

Pero, en la mayoría de ocasiones, su biografía se lee como un compendio pasado a limpio de las anécdotas que la propia Streep, con un encanto a prueba de bomba, se deleita en relatar en sus entrevistas promocionales.

Pese a su comienzo extemporáneo con un discurso que marcaba su rehabilitación definitiva tras una relativa travesía del desierto, el libro de Schulman se centra solo en los años de formación de la actriz, entre 1966 y 1980.

La decisión es discutible. ¿Explica mejor el carácter de Streep su educación universitaria, su temprana experiencia teatral en Broadway y sus primeros cinco papeles en el cine que sus sucesivas reinvenciones tras el periodo dorado que vivió en los ochenta, hasta convertirse en la actriz más rentable del cine estadounidense cuando ya entraba en la tercera edad? "Ninguna otra actriz nacida antes de 1960 puede conseguir un papel a menos que Meryl lo haya rechazado antes", sentencia el autor en las primeras páginas, aunque luego no haga nada con esa premisa.

Schulman saca más partido a otra idea expresada por Streep durante su discurso de graduación en Barnard en 2010, cuando afirmó ante un parterre de universitarias que las mujeres actuaban mejor que los hombres por imperativo cultural. "Cambiamos lo que somos para adaptarnos a las exigencias de nuestra época", pronunció.

En ese sentido, el comienzo del libro es apasionante. Nos traslada a Bernardsville, en el cinturón acomodado de Nueva Jersey, donde Streep creció en una familia descendiente de alemanes y cuáqueros, en una Norteamérica razonablemente puritana: su abuela destrozaba bares en tiempos del temperance movement, el movimiento por la abstinencia de comienzos del siglo XX. Allí, esta joven "con el cabello del color del maíz", escribe Schulman, pasó su juventud buscando su sitio.

Cada capítulo se llama como un personaje importante en su carrera. El primero lleva el título de Mary, su nombre de pila y su primer papel. A los 14 años, harta de no encajar en ese mundo lleno de Doris Day en miniatura, la joven Meryl adelgazó, se deshizo de su aparato dental y empezó a hacerse la tonta con los chicos.

"Trabajé con más ahínco en esa caracterización que en ninguna otra", dijo una vez. "Estaba desarrollando una atávica técnica de cortejo, de supervivencia". Acabó siendo capitana de las animadoras y luego reina del baile.

La socorrida retórica del patito feo tiene, por una vez, cierto sentido: las inseguridades sobre su físico la acompañarán para siempre.

El productor Dino De Laurentiis la descartó para King Kong por ser demasiado "brutta", sin saber que Streep entendía el italiano. Le volvió a suceder con casi todos sus grandes papeles, incluso cuando ya era conocida: la sospecha permanente de no ser normativamente atractiva, de no tener lo necesario para convertirse en una estrella de verdad.

Memorias de África casi se le escapó por no ser "lo suficientemente sexy" para interpretar a Karen Blixen. "A Marilyn Monroe, de acuerdo. Pero... ¿a Isak Dinesen?", se carcajearía después, con su mezcla característica de indignación e ironía.