Con la muerte de Fernando Botero, ocurrida un par de meses atrás, podría decirse que terminó, de paso, una manera de ver el arte que él defendió a capa y espada: la validez a partir de un estilo.
Para él, los grandes artistas de la historia siempre fueron reconocidos justamente por ese estilo, que en su obra vino a ser la exageración del volumen en sus personajes, en los objetos, en los paisajes; en todo lo que pintaba y en sus esculturas. Sus gordos -aunque él odiaba esa simplificación- consolidaron su estilo.
Sin embargo -y esa fue su eterna discusión con los artistas de generaciones que le siguieron-, el arte tomó otros rumbos donde ya ese estilo que él pregonaba y que proponía que cada artista buscara, dejó de ser una discusión relevante. En el mundo... y aquí, claro.
En los años sesenta y setenta, el público y la crítica se enfrentaba en Colombia a obras donde la caligrafía reemplazaba a la imagen. Bernardo Salcedo (1939-2007) hizo bodegones donde no había frutas o verduras, sino sus nombres escritos dentro de la obra.
Antonio Caro (1950-2021) escribió la palabra "Colombia" con la misma tipografía de Coca-Cola para aludir a nuestra identidad, a que nos identificamos más con la cultura norteamericana que con la nuestra.
Feliza Bursztyn (1933-1982) hacía esculturas que se movían, que producían sonidos. Álvaro Barrios (1945) repartía grabados dentro de los periódicos.
En los ochenta, además de artistas que abordaban el cada vez más visible problema del narcotráfico, José Alejandro Restrepo (1959) acudía al video, ya no a lienzos ni al papel.
María Teresa Hincapié (1956-2008) recurría a su propio cuerpo para hacer arte no solo en espacios artísticos, sino en vitrinas del centro de Bogotá. Rosemberg Sandoval (1959) se encargó de limpiar con mucho cuidado a un habitante de la calle dentro de un museo.
- Desde finales de esa década y comienzos de los noventa, Doris Salcedo (1958) hacía esculturas con puertas, sillas o zapatos de desaparecidos, de familias desplazadas por la violencia.
María Fernanda Cardoso (1963) presentaba un circo de pulgas, literalmente, y obras que aludían a cabezas de hombres que después de asesinados sirvieron de balones de fútbol a sus verdugos en la degradación máxima de la barbarie.
Hechos puntuales de violencia, como la toma del Palacio de Justicia, han dado pie a obras de arte que buscan generar memoria.
Sin duda, los artistas siguen cuestionando su contexto. El artista Camilo Correa, de 32 años, creció en el barrio Popular 1, de Medellín, y, en medio de las bandas delincuenciales que se movían por la zona, descubrió que el fusil Thompson era el arma más empleada por quienes querían imponer su ley. Los jóvenes que las portaban delimitaban el territorio: "Hasta aquí se puede pasar; desde aquí no respondo".
Calles prohibidas, espacios públicos permeados por el miedo y la ausencia del Estado llevaron a Correa a crear una obra de arte, un muro construido a partir de esas armas, pero aquí hechas en concreto y pigmentadas con óxido de hierro rojo. Un muro que deja entrever a quienes se paran a cada lado pero que, obviamente, impide el paso.
Una metáfora de su contexto, pero también del de tantos lugares del mundo que saben de la fragilidad de esos límites donde impera la violencia.
Así como Correa ha buscado en varias de sus obras recrear su entorno, decenas de artistas que se han postulado a la Feria del Millón en estos 11 años se han propuesto lo mismo desde diferentes perspectivas.
Daniela Acosta hizo una serie de dibujos de la habitación de la clínica en la que estuvo interna por depresión durante semanas, reviviendo cada elemento del lugar, su compañía cuando debía enfrentarse a sí misma. Steefany González y Gustavo Carrillo, durante la pandemia, literalmente pintaron de rojo la fachada de su casa, en el barrio Los Olivos de Barranquilla, aludiendo a los trapos que se asomaban en las ventanas de quienes necesitaban ayuda.
Solo que aquí, ese gesto de una casa totalmente roja, incluidos muebles, vasos, materas, era más un grito de abandono del Estado.