Murió el imperio y surgieron las naciones

José María Portillo analiza el nacimiento del Estado español en el siglo XIX desde una perspectiva atlántica

El primer tercio del siglo XIX fue un momento excepcional en la historia del mundo.

CAÍDA DE LA MONARQUÍA

La desintegración de la Monarquía católica iba a dar lugar al surgimiento de un buen número de nuevas naciones y Estados en el espacio euroamericano.

No fueron las naciones las que terminaron con la estructura imperial hispánica, sino que estas constituyeron el resultado más evidente de la crisis de aquella.

También la nación española surgió tras el gran vacío de soberanía provocado en 1808 por la ausencia y las renuncias de Carlos IV y Fernando VII: hijos sin padre-rey, en el lenguaje familiar usual en la época.

Cierto es que anteriormente existía una “nación española” histórica y literaria —en el marco de la república de las letras—, pero la novedad del momento radicó en otorgarle significado político.

En las primeras décadas del Ochocientos se asistió a la emergencia de ciudadanías, a la superación progresiva del Antiguo régimen y al despliegue de nuevas experiencias republicanas y monárquicas. No resulta posible imaginar todo lo ocurrido, en un escenario de crisis y transformación imperial, sin una perspectiva atlántica.

Esta es precisamente la perspectiva adoptada por José M. Portillo para explicar, en un excelente libro recién publicado, los orígenes de la nación y del Estado en España. Insiste en la importancia del concepto de emancipación, decisivo y readaptado con valor general en la modernidad occidental.

Desde el derecho común, su espacio originario, esta categoría fue trasladada al derecho de gentes, antes de pasar al primer constitucionalismo.

Entre la reunión de la Junta central en 1808 y las Cortes de Cádiz se dio forma, sostiene Portillo, al reino de España —inexistente hasta entonces— como cuerpo nacional unitario. Como reza el segundo artículo de la Constitución de 1812, “la nación española es libre e independiente”.

La evidente desigualdad en la igualdad proclamada entre españoles de ambos hemisferios, sin embargo, no iba a seducir por mucho tiempo a los americanos.

La España ultramarina se acabó desgajando de las Españas. Aunque se usaban frecuentemente de manera indistinta, el plural Españas denotaba diversidad, mientras que el singular aludía sobre todo a la nación.

 

Las experiencias hispánica y francesa tuvieron poco en común

La necesidad de orden se impuso en la primera a la tentación revolucionaria. Las emancipaciones de ciudadanos y naciones no resultaban incompatibles con otras dependencias, como la femenina o la colonial.

En cualquier caso, la emancipación de la tutela monárquica —en Cádiz se reconstituyó la monarquía española desde la soberanía de la nación— no tuvo equivalente con respecto a la religión: de la desintegración de la Monarquía católica derivaron monarquías y repúblicas católicas. Los nuevos cuerpos de nación siguieron perteneciendo al cuerpo místico de la Iglesia.

Desde la década de 1830, una vez retomada en España la vía constitucional, la nación dejó paso, como elemento esencial, al Estado y, en concreto, a la Administración como su estructura básica y nuevo sujeto político.

El liberalismo español se esforzó en librarse de algo de nación y dotarse de más Estado con el objetivo de constituir una sociedad. Este planteamiento del autor permite releer en otra clave la crisis de finales del siglo XIX y la reformulación de la vieja nación imperial como Estado-nación: ¿y si el “problema” no estuviera en la famosa nacionalización débil o en un Estado insuficiente, sino en la construcción de la sociedad?

  • Este estudio, complejo, preciso y muy documentado, constituye una aportación fundamental a una cuestión, la nacional, que ha centrado algunos de los más importantes debates en la España contemporánea.

No se me ocurre nada mejor en este punto, como hace con brillantez Portillo, que huir de prejuicios, simplicidades y soluciones mágicas.